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206<br />

Gran Canaria<br />

Rescatando la memoria<br />

el dolor de una madre, decía el sacerdote, un trono de plata transportado por<br />

ocho costaleros, cuatro en su interior y cuatro por fuera, a veces se requerían<br />

dos costaleros más en su interior, pues era muy pesado, sobre todo para bajarlo<br />

desde el Altar Mayor. Los costaleros que iban por fuera se revestían con una<br />

túnica morada ceñida con un cordón a la cintura y el cuello rematado con unos<br />

pliegues de color blanco.<br />

Para nosotros, los niños, estos costaleros eran hombres especiales, pues<br />

el trono pesaba mucho y por eso les admirábamos, porque no apreciábamos<br />

en sus rostros cansancio ni fatiga, todo lo contrario, se mostraban sonrientes<br />

en cada una de las paradas que se hacían y que aprovechaban para secarse el<br />

sudor. Cuando la procesión transcurría por la calle Marqueses, a la altura de la<br />

Casa del Niño, los músicos que acompañaban a los pasos bajaban por la calle<br />

Orencio Hernández para acompañar ahora al Nazareno, desde la salida del<br />

templo hasta la plaza de San Sebastián. Mientras, la procesión seguía con el<br />

recogimiento habitual. La llegada de las imágenes a la Plaza de San Sebastián,<br />

donde iba a tener lugar el encuentro, era seguida por todos los fieles con<br />

gran expectación, parecía que toda actividad en la ciudad se paralizaba, incluso<br />

aquellas personas que no acompañaban en la procesión y se encontraban en<br />

la plaza, se acercaban sigilosamente para ser testigos del momento en que<br />

la Verónica limpiaba el rostro del Nazareno. Un silencio absoluto cuando la<br />

Virgen se acercaba hasta el trono del Nazareno, los costaleros, con un gran<br />

esfuerzo, hacían una reverencia inclinando un poco hacia delante el trono de<br />

la Virgen en señal de respeto, era el momento cumbre. Nos parecía vivir el<br />

encuentro en Jerusalén, pues las explicaciones en nuestra doctrina sobre la<br />

Pasión y Muerte de Jesús se hacían presentes, y una nube de incienso litúrgico<br />

embalsamaba el ambiente.<br />

Después de oír las palabras del sacerdote, en místico recogimiento, acompañábamos<br />

a Cristo hacia el Calvario, un Calvario nuestro, donde todos hemos<br />

elevado una ermita al Cristo de la Salud, una ermita donde íbamos esos días<br />

recordando los pasos de otro Calvario, y nos reuníamos a mirar en silencio a<br />

ese Cristo que nos regala los efluvios de su amor sin límites. Después de un<br />

breve descanso volvíamos al gótico de nuestras agujas, con el olor a incienso,<br />

las oraciones y los cánticos, mientras contemplábamos en puertas y ventanas<br />

las miradas puestas en el rostro del Nazareno de los vecinos del Cerrillo, en

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