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Neuromante

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una brusca media vuelta, y siguió adelante. Más armarios lustrosos de madera; los lados delos muebles eran de un color que le hacía pensar en alas de cucaracha.»Íntimo, dulce, marchábamos perfectamente. Como si nadie pudiese herirnos. Yo no iba apermitir que eso ocurriera. Supongo que los Yakuza todavía querían el pellejo de johnny.Porque yo había matado al hombre de ellos. Porque johnny los había quemado. Y los Yakpueden darse el lujo de ir muy despacio, viejo: son capaces de esperar años y años. Te danuna vida entera, sólo para que cuando vengan a quitártela tengas más que perder. Sonpacientes como las arañas. Arañas Zen.»Entonces, yo no lo sabía. O si lo sabía, pensaba que no seria nuestro caso. Quiero decir...Cuando eres joven, crees que eres único. Yo era joven. Entonces llegaron, cuando nosotrosestábamos pensando que tal vez ya habíamos trabajado bastante, que era hora de terminar contodo, irnos a Europa tal vez. Ninguno de los dos sabía bien qué haríamos allá, sin nada quehacer. Pero vivíamos bien entonces, cuentas orbitales suizas, y una madriguera llena dejuguetes y muebles. Le quita el gusto amargo a tu trabajo.»El primero que enviaron era de los mejores. Reflejos increíbles, injertos, más estilo quediez hampones comunes. Pero el segundo era, no sé, como un monje. Un clono. Un asesinode piedra, hasta la última célula. Era parte de él, la muerte, aquel silencio; lo envolvía comouna nube... -La voz de Molly se apagó, el corredor se había bifurcado en dos idénticasescaleras descendentes. Ella fue por la de la izquierda.»Una vez, yo era una niñita, estábamos ocupando ¡legalmente una casa, cerca del Hudson, ylas ratas eran enormes. Por los productos químicos que llevaban dentro. Eran tan grandescomo yo; y una noche una de ellas había estado escarbando debajo de la casa dondevivíamos. Cuando ya era casi de madrugada, alguien vino acompañando a un hombre viejoque tenía costuras en las mejillas y los ojos rojos. Traía un paquete de cuero grasiento, comolos que se utilizan para guardar herramientas, para que no se herrumbren. Lo abrió: tenía unviejo revólver y tres cartuchos. El viejo puso una bala en el cargador y empezó a caminar deun lado a otro. Nosotros nos quedamos contra las paredes.»Iba y venía. De brazos cruzados, cabizbajo, como si se hubiese olvidado del arma. Atentoa los ruidos de la rata. No hacíamos ningún ruido. El viejo daba un paso. La rata se movía. Larata se movía, y él daba otro paso. Una hora así, y luego pareció recordar el revólver. Loapuntó hacia el suelo, sonrió y apretó el gatillo. Volvió a hacer su paquete y se fue.»Más tarde me metí debajo del suelo. La rata tenía un agujero entre los ojos. -Molly estabamirando las puertas selladas que había a intervalos a lo largo del pasillo.- El segundo, el quevino por Johnny, era como aquel viejo. No era viejo, pero era así. Mataba igual que él. -Elpasillo se ensanchó. El océano de suntuosas alfombras ondulaba suavemente bajo unaenorme araña de cristal cuyo cairel más bajo llegaba casi al suelo. Un tintineo de cristalcuando Molly entró en el vestíbulo. TERCERA PUERTA A LA IZQUIERDA, titiló eldisplay.Ella giró a la izquierda, evitando el árbol invertido de cristal. -Lo vi sólo una vez. Cuandoentraba en la casa. Él salía. Vivíamos en una fábrica restaurada, muchas jóvenes promesas dela Senso/Red, ese tipo de cosa. El sistema de seguridad ya era bueno, y yo lo había reforzado.Sabía que Johnny estaba allá arriba. Pero aquel hombrecito me llamó la atención cuandosalía. No dijo una palabra. Bastó con que nos miráramos para que yo entendiera. Unhombrecito común, ropa común, sin ningún orgullo, humilde. Me miró y se metió en un taxi.Yo lo supe. Subí y encontré a Johnny sentado junto a la ventana, con la boca entreabierta,como si estuviese a punto de hablar.La puerta que Molly tenía enfrente era antigua, una plancha tallada de teca tailandesa queparecía haber sido aserrada en dos para ajustarla al dintel. Bajo un dragón rampante había un111

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