Un año allí y aún soñaba con el ciberespacio, la esperanza desvaneciéndose cada noche.Toda la cocaína que tomaba, tanto buscarse la vida, tanta chapuza en Night City, y aún veía lamatriz durante el sueño: brillantes reticulados de lógica desplegándose sobre aquel incolorovacío... Ahora el Ensanche era un largo y extraño camino a casa al otro lado del Pacífico, y élno era un operador, ni un vaquero del ciberespacio. Sólo un buscavidas más, tratando dearreglárselas. Pero los sueños acudieron en la noche japonesa como vudú en vivo, y llorabapor eso, lloraba en sueños, y despertaba solo en la oscuridad, aovillado en la cápsula de algúnhotel de ataúdes, con las manos clavadas en el colchón de gomaespuma, tratando de alcanzarla consola que no estaba allí.-Anoche vi a tu chica -dijo Ratz, pasando a Case un segundo kirin.-No tengo -dijo Case, y bebió.-La señorita Linda Lee.Case sacudió la cabeza.-¿No tienes chica? ¿Nada? ¿Sólo negocios, amigo artista? -Los ojos pequeños y marronesdel barman anidaban profundamente en una piel arrugada. - Creo que me gustabas más conella. Te reías más. Ahora, una de estas noches, tal vez te pongas demasiado artístico;terminarás en los tanques de la clínica; piezas de recambio.-Me estás rompiendo el corazón, Ratz. -Case terminó su cerveza, pagó y se fue, hombrosaltos, estrechos y encogidos bajo la cazadora de nailon caqui manchada de lluvia.Abriéndose paso entre la multitud de Ninsei, podía oler su propio sudor rancio.Case tenía veinticuatro años. A los veintidós, había sido vaquero, un cuatrero, uno de losmejores del Ensanche. Había sido entrenado por los mejores, por McCoy Pauley y BobbyQuine, leyendas en el negocio. Operaba en un estado adrenalínico alto y casi permanente, underivado de juventud y destreza, conectado a una consola de ciberespacio hecha por encargoque proyectaba su incorpórea conciencia en la alucinación consensual que era la matriz.Ladrón, trabajaba para otros: ladrones más adinerados, patrones que proveían el exóticosoftware requerido para atravesar los muros brillantes de los sistemas empresariales, abriendoventanas hacia los ricos campos de la información.Cometió el clásico error, el que se había jurado no cometer nunca. Robó a sus jefes.Guardó algo para él y trató de escabullirlo por intermedio de un traficante en Amsterdam.Aún no sabía con certeza cómo fue descubierto, aunque ahora no importaba. Esperaba que lomataran entonces, pero ellos sólo sonrieron. Por supuesto que era bienvenido, le dijeron,bienvenido al dinero. E iba a necesitarlo. Porque -aún sonriendo- ellos se iban a encargar deque nunca más volviese a trabajar.Le dañaron el sistema nervioso con una micotoxina rusa de los tiempos de la guerra.Atado a una cama en un hotel de Memphis, el talento se le extinguió micrón a micrón yalucinó durante treinta horasEl daño fue mínimo, sutil, y totalmente efectivo.Para Case, que vivía para la inmaterial exultación del ciberespacio, fue la Caída. En losbares que frecuentaba como vaquero estrella, la actitud distinguida implicaba un cierto ydesafectado desdén por el cuerpo. El cuerpo era carne. Case cayó en la prisión de su propiacarne.El total de sus bienes fue rápidamente convertido a nuevos yens, un grueso fajo del viejopapel moneda que circulaba interminablemente por el circuito cerrado de los mercadosnegros del mundo como las conchas marinas de los isleños de Trobriand. En el Ensanche eradifícil hacer negocios legítimos con dinero en efectivo; en Japón ya era ilegal.6
En Japón supo con firme y absoluta certeza que conseguiría curarse. En Chiba. Ya fuese enuna clínica legalizada o en la tierra umbría de la medicina negra. Sinónimo de implantes, deempalmes de nervios y microbiónica, Chiba era un imán para las subculturas tecnodelictivas.En Chiba, vio cómo sus nuevos yens se desvanecían en una ronda de dos meses deexámenes y consultas. Los hombres de las clínicas negras, la última esperanza de Case,admiraron la pericia con que lo habían lisiado, y luego, lentamente, menearon la cabeza.Ahora dormía en los ataúdes más baratos, los más cercanos al puerto, bajo los faros decuarzo halógeno que iluminaban los muelles toda la noche como vastos escenarios; donde elfulgor del cielo de televisor impedía ver el cielo de Tokio y aun el desmesurado logotipoholográfico de la Fuji Electric Company, y la bahía de Tokio era un espacio negro donde lasgaviotas daban vueltas en círculo sobre cardúmenes de poliestireno blanco a la deriva. Detrásdel puerto se extendía la ciudad, cúpulas de fábricas dominadas por los vastos cubos dearcologías empresariales. Puerto y ciudad estaban divididos por una estrecha frontera decalles más viejas, un área sin nombre oficial. Night City, y Ninsei, el corazón del barrio. Dedía, los bares de Ninsei estaban cerrados y no se distinguían unos de otros: el neón apagado,los hologramas inertes, esperando bajo el envenenado cielo de plata.Dos manzanas al oeste del Chat, en un salón de té llamado el Jarre de Thé, Case tomó laprimera pastilla de la noche con un espresso doble. Era un octógono rosado y plano, unapotente especie de dextroanfetamina brasileña que comprara a una de las chicas de Zone.El Jarre tenía las paredes cubiertas de espejos, cada panel enmarcado en neón rojo.Al principio, encontrándose solo en Chiba, con poco dinero y menos esperanzas de curarse,había entrado en una especie de sobremarcha terminal, rebuscando dinero fresco con unaintensidad helada que parecía corresponder a otra persona. El primer mes, mató a doshombres y a una mujer por sumas que un año atrás le habrían parecido ridículas. Ninsei lodesgastó hasta que la calle misma le llegó a parecer la externalización de un deseo de muerte,un veneno secreto que él llevaba consigo.Night City era como un perturbado experimento de darwinismo social, concebido por uninvestigador aburrido que mantenía el dedo pulgar sobre el botón de avance rápido. Unodejaba de rebuscárselas y se hundía sin dejar huella, pero un movimiento en falso bastabapara romper la frágil tensión superficial del mercado negro; en cualquiera de los casos, unodesaparecía dejando apenas un vago recuerdo en la mente de un ejemplar como Ratz; aunquecorazón, pulmones o riñones pudieran sobrevivir al servicio de un extraño que tuviese nuevosyens para los tanques de las clínicas.Los negocios eran allí un rumor subliminal constante, y la muerte, el aceptado castigo porpereza, negligencia, falta de gracia o de atención a las exigencias de un intrincado protocolo.Solo, en una mesa del Jarre de Thé, con el octógono subiendo, con gotas de sudor que leafloraban en las palmas de las manos, de pronto consciente de todos y cada uno de loscosquilleantes pelos en los brazos y en el pecho, Case supo que en algún punto habíacomenzado a jugar un juego consigo mismo, uno muy antiguo que no tiene nombre: unsolitario final. Ya no llevaba armas, ni tomaba ya las precauciones básicas. Se encargaba delos negocios más rápidos y dudosos de la calle, y se decía que era capaz de conseguir lo queuno quisiera. Una parte de él sabía que el arco de esta autodestrucción era notoriamenteobvio para sus clientes, cada vez más escasos; pero esa misma parte se tranquilizabadiciéndose que era sólo una cuestión de tiempo. Y era esa parte, que esperaba complacida lamuerte, la que más odiaba la idea de Linda Lee.La encontró una noche lluviosa en una vídeo galería.7
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