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Neuromante

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No tenía sueño. Cuando pudo dormir, soñó con lo que parecían fragmentos de recuerdospulcramente editados Despertó varias veces, con Molly acurrucada junto a él y escuchó elagua, voces que entraban por los paneles de vidrio del balcón, la risa de una mujer desde losapartamentos escalonados de enfrente. La muerte de Deane seguía apareciendo como unacarta marcada, por mucho que dijeran que no había sido Deane. Una muerte que en realidadno había ocurrido. Alguien le había dicho una vez que la cantidad de sangre en un cuerpohumano promedio equivalía aproximadamente a una gaveta de cerveza.Cada vez que la imagen de la destrozada cabeza de Deane chocaba contra la pared traserade la oficina, Case creía tener otro pensamiento, algo más oscuro, escondido, que se leescapaba, escurriéndose como un pez.Linda.Deane. Sangre en la pared de la oficina del importador.Linda. Olor a carne quemada en las sombras de la cúpula de Chiba. Molly extendiendo unabolsa de jengibre, el plástico cubierto de sangre. Deane había hecho que la mataran.Wintermute. Imaginaba un pequeño micrófono que susurraba algo a los restos de un hombrellamado Corto, las palabras fluyendo como un río, la artificial personalidad sustitutivoRamada Armitage creciendo en un oscuro pabellón de hospital… El análogo de Deane habíadicho que trabajaba con hechos consumados, que aprovechaba situaciones reales.Pero, ¿y si Deane, el verdadero Deane, hubiera mandado matar a Linda por orden deWintermute? Case tanteó en la oscuridad, buscando un cigarrillo y el encendedor de Mofly.No había por qué sospechar de Deane, se dijo, encendiendo el cigarrillo. Ninguna razón.Winterimute era capaz de incrustar una personalidad hasta en una cáscara hueca. ¿Quégrado de sutileza podía alcanzar la manipulación? Después de la tercera calada apagó elYeheyuan en el cenicero de la mesa de noche, se apartó de Molly, e intentó dormir.El sueño, el recuerdo, se desenrollaba con la monotonía de una cinta simestim sin editar.Había pasado un mes, el verano de sus quince años, en la pensión de un quinto piso, con unachica llamada Marlene. Hacía diez años que el ascensor no funcionaba. Cada vez que unoencendía la luz en la cocina de desagües atascados, las cucarachas hervían en la porcelanagris. Dormía con Marlene en un colchón rayado, sin sábanas.No Regó a ver a la primera avispa, cuando construyó su casa gris y delgada como papelsobre la ampollada pintura del marco de la ventana. Pero el nido no tardó en convertirse en unmazacote de fibra, grande como un puño, de donde los insectos salían a cazar en el callejónde abajo como diminutos helicópteros, zumbando sobre el contenido putrefacto de las latas debasura.Habían tomado cerca de una docena de cervezas cada uno, la tarde en que una avispa picó aMarlene. -Mata a esas hijas de puta -dijo ella, con los ojos opacos por la rabia y el calorestancado de la habitación-. Quémalas.Borracho, Case revolvió en el sórdido armario, buscando el dragón de Rollo. Rollo era elantiguo y, sospechaba Case en aquel entonces, aún ocasional novio de Marlene, un enormemotociclista de San Francisco que llevaba en el oscuro pelo corto un rayo teñido de rubio. Eldragón era un lanzallamas de San Francisco, un aparato que parecía una gruesa linterna decabeza angulosa. Verificó las baterías, lo sacudió para asegurarse de que tenía suficientecombustible, y fue hacia la ventana abierta. colmena empezó a zumbar.En el Ensanche, el aire estaba muerto, inmóvil. Una avispa se abalanzó fuera del nido y volóen círculos alrededor de la cabeza de Case. Case activó el interruptor, contó hasta tres, yapretó el gatillo. El combustible, bombeado hasta los 100 psi, salió disparado por laresistencia al rojo vivo. Una lengua de pálido fuego de cinco metros de largo; el nido secarbonizó y desmoronó. Alguien, del otro lado del callejón, vitoreó a Case.79

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