oscuridad electrónica, destruyeron los sistemas de los Alas Nocturnas, y borraron loscircuitos de vuelo.Entonces, los láseres de infrarrojos detectaron los aviones de asalto, frágiles y transparentesal radar, y Corto y el fallecido operador de consola cayeron desde el cielo siberiano. Cayerony cayeron...Aquí aparecían lagunas en la historia, y Case estudió unos documentos sobre el vuelo deuna nave rusa requisada que logró llegar a Finlandia. Cuando aterrizó al alba en un bosquede cipreses, fue destruida por un anticuado cañón de veinte milímetros, manejado por unequipo de reservistas que estaba de guardia. Para Corto, Puño Estridente había terminado enlas afueras de Helsinki, rodeado de paramédicos finlandeses que lo sacaron del helicópteroserruchando sus retorcidas entrañas metálicas. La guerra terminó nueve días después, yCorto fue trasladado a una instalación militar en Utah, ciego, sin piernas y sin la mayor partede la mandíbula. El funcionario del Congreso tardó once meses en encontrarlo. Escuchó elgorgoteo de unos tubos de desagüe. En Washington y en McLean, los juicios farsa ya habíancomenzado. El Pentágono y la CIA estaban pasando por un proceso de balcanización, dedesmantelamiento parcial, y una investigación del Congreso se había centrado en PuñoEstridente. La cosa estaba madura para un Watergate, había dicho el funcionario a Corto.Necesitaría ojos, piernas y un extenso trabajo cosmético, dijo el funcionario, pero eso podíaarreglarse. Cañerías nuevas, añadió el hombre, apretando el hombro de Corto a través de lasábana mojada de sudor.Corto escuchó el suave e inexorable goteo. Dijo que prefería testimoniar tal como estaba.No, explicó el funcionario, los juicios se estaban televisando. Era preciso que llegaran alelector. El funcionario tosió cortésmente.Reparado y reequipado, Corto recitó un testimonio minucioso, emocionante, lúcido y engran medida inventado por una camarilla del Congreso interesada en determinados sectoresde la infraestructura del Pentágono. Gradualmente, Corto comprendió que su testimoniohabía salvado las carreras de tres oficiales que habían ocultado ciertos informes sobre laconstrucción de las instalaciones empo en Kirensk.Terminado su papel en los juicios, ya nadie lo quería en Washington. En un restaurante dela calle M, frente a un plato de canelones de espárragos, el funcionario explicó el peligroterminal que implicaba hablar con la gente equivocada. Corto le estrujó la laringe con losrígidos dedos de la mano derecha. El funcionario del Congreso murió estrangulado, con elrostro hundido en los canelones, y Corto salió al fresco septiembre de Washington.Trepidante, el Hosaka revisó informes policiales, registros de espionaje industrial, yarchivos de noticias. Case observó a Corto mientras negociaba con posibles desertores deempresas en Lisboa y Marrakesh. La idea de la traición parecía obsesionarle, y aborrecía alos científicos y técnicos que él mismo sobornaba. Borracho, en Singapur, mató a golpes aun ingeniero ruso en un hotel e incendió la habitación.Después apareció en Tailandia como capataz en una fábrica de heroína. Luego, comoreclutador para un cartel californiano de juegos de azar, y como asesino a sueldo en las ruinasde Bonn. Había asaltado un banco en Wichita. El historial se hacía vago, impreciso, laslagunas cada vez mayores.Un día, dijo, en un segmento grabado que olía a interrogatorio químico, todo se habíapuesto gris.Registros médicos traducidos del francés explicaban que un hombre sin identificación habíasido llevado a una clínica de salud mental en París, y que se le había diagnosticadoesquizofrenia. Se convirtió en catatónico y lo enviaron a una institución estatal en las afuerasde Toulon. Fue parte de un programa experimental que intentaba revertir la esquizofrenia54
mediante modelos cibernéticos. Una selección aleatoria de pacientes fue provista demicroordenadores, y, con la ayuda de estudiantes, se estimuló a los pacientes a que losprogramaran. El hombre se curó, el único caso con éxito de todo el experimento.Hasta allí llegaba el registro.Case se dio vuelta sobre el colchón, molestando a Molly, que lo maldijo en voz baja.Sonó el teléfono. Lo trajo hasta la cama. -¿Sí?-Nos vamos a Estambul -dijo Armitage-. Esta noche.-¿Qué quiere el bastardo? -preguntó Molly.-Dice que esta noche nos vamos a Estambul.-Qué maravilla.Armitáge estaba leyendo números de vuelos y horas de salida.Molly se incorporó y encendió la luz.-¿Y mi equipo? -preguntó Case-. Mi consola.-El finlandés se encargará -dijo Armitage, y colgó.Case observó a Molly mientras ella empacaba. Tenía sombras oscuras bajo los ojos, peroaun con a escayola parecía que estuviese bailando. Ni un movimiento superfluo. La ropa deCase era una pila desordenada junto a la otra maleta.-¿Te duele? -le preguntó.-No me vendría mal otra noche en lo de Chin.-¿Tu dentista?-Exactamente. Es muy discreto... Es dueño de la mitad del negocio, una clínica completa.Repara samurais. -Estaba cerrando la cremallera de la maleta. - ¿Has estado alguna vez enEstambul?-Una vez, un par de días.-Nunca cambia -dijo ella-. Mala ciudad.-Fue así cuando fuimos a Chiba -dijo Molly, mirando por la ventanilla del tren un devastadopaisaje industrial lunar; en el horizonte unos faros rojos advertían a los aviones que no seacercasen a una planta de fusión-. Estábamos en Los Ángeles. Él entró y dijo: Haz lasmaletas; tenemos pasajes para Macao. Cuando llegamos jugué al fantán en el Lisboa, y él fuea Zhongshan. Al día siguiente, yo estaba jugando al fantasma contigo en Night City. -Sacóun pañuelo de seda de la manga de la chaqueta negra y se limpió los implantes. El paisaje delnorte del Ensanche despertaba en Case confusos recuerdos de infancia, hierba seca en lasgrietas de cemento de la autopista.El tren comenzó a perder velocidad diez kilómetros antes de llegar al aeropuerto. Casecontempló el amanecer sobre un paisaje de infancia, sobre la escoria y las oxidadas carcasasde las refinerías.55
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