Las palabras no tenían ningún significado para él. Salió del búnker y fue ciegamente -losabía, de algún modo en dirección contraria al mar. Ahora los jeroglíficos corrían por laarena, se le escabullían entre los pies, se alejaban de él mientras caminaba. -Eh -dijo-, se estáviniendo abajo. Apuesto que tú también lo sabes. ¿Qué es? ¿El Kuang? ¿Un rompehieloschino comiéndote las entrañas? Tal vez el Dixie Flatline no es tan tonto, ¿eh?Oyó que lo llamaban. Miró hacia atrás: ella lo seguía, sin tratar de darle alcance; lacremallera rota de sus pantalones militares aleteaba contra el bronceado del vientre: vellopúbico enmarcado en tela desgarrada. Parecía una de esas chicas de las viejas revistas que elfinlandés tenía en la Metro Holografix, viva, sólo que ella parecía cansada, y triste, yhumana; patética en el traje desgarrado, tropezando con montones de algas de plata-sal.Y entonces, sin saber cómo, estaban en el agua, los tres; y las encías del muchacho erangrandes, rosadas y brillantes en el rostro delgado y moreno. Llevaba pantalones cortos,incoloros y harapientos; las piernas eran demasiado flacas sobre el deslizante fondo gris azulde la marea.-Yo te conozco -dijo Case, Linda junto a él.-No -dijo el muchacho con una voz alta y musical-, no me conoces.-Eres la otra IA. Tú eres Río. El hombre que quiere detener a Wintermute. ¿Cómo tellamas? Tu código Turing. ¿Cuál es?El muchacho se sostuvo sobre las manos cabeza abajo en la orilla, riendo. Caminó sobre lasmanos y luego saltó fuera del agua. Los ojos eran los de Riviera, pero no había malicia enellos. -Para invocar a un demonio necesitas saber qué nombre tiene. Los hombres soñaroncon eso, una vez, pero ahora es una realidad, de otra manera. Tú lo sabes, Case. Tu oficio esaprender los nombres de programas, los largos nombres oficiales, los nombres que lospropietarios tratan de esconder. Los nombres verdaderos...-Un código Turing no es tu nombre.-<strong>Neuromante</strong> -dijo el muchacho, entornando los ojos grises y alargados de cara al solnaciente-. El camino a la tierra de los muertos. Donde tú estás, amigo mío. Marie-France,mi señora, ella preparó este camino, pero el señor la estranguló antes de que yo pudiera leerel libro de días de la señora. Neuro, de nervios, los senderos plateados. Ilusionista.Nigromante. Yo invoco a los muertos. Pero no, amigo mío. -Y el muchacho ejecutó unosbreves pasos de danza, los pies morenos marcando huellas en la arena.- Yo soy los muertos, yla tierra de los muertos. -Se echó a reír. Una gaviota chilló.- Quédate. Si tu mujer es unfantasma, ella no lo sabe. Tampoco tú lo sabrás.-Te estás resquebrajando. El hielo se está rompiendo.-No -dijo el muchacho, de pronto triste, encorvando los hombros frágiles. Se frotó un pieen la arena.- Es mucho más sencillo. Pero eres tú quien decide. -Los ojos grises miraron aCase con gravedad. Una nueva oleada de símbolos cruzó el campo visual de Case, línea alínea. Detrás, el muchacho se retorcía, como visto a través del calor reverberante del asfaltoen verano. Ahora el sonido de la música había aumentado, y Case casi podía distinguir laspalabras.-Case, cariño -dijo Linda, y le tocó un hombro.-No -dijo él. Se quitó la chaqueta y se la dio-. No sé -dijo-, quizás estés aquí. En todocaso, hace frío.Dio media vuelta y se alejó caminando, y al dar el séptimo paso cerró los ojos observandocómo la música se definía a sí misma en el centro de todo. Volvió la cabeza, una vez, aunquesin abrir los ojos.No era necesario.152
Estaban en la orilla del mar, Linda Lee y el muchacho delgado que decía llamarse<strong>Neuromante</strong>. Linda sostenía la chaqueta de cuero de él, colgada de la mano, sobre la crestade las olas.Case siguió caminando, siguiendo la música.El sonido dub sionita de Maelcum.Había un lugar gris, una impresión de finas pantallas que se movían, muaré, grados desemitonos generados por un sencillo programa de gráficos. Un plano prolongado de unatoma vía satélite; gaviotas inmovilizadas en vuelo sobre aguas oscuras. Había voces. Habíauna llanura de espejo negro, que se inclinaba, y él era mercurio, una gota de mercurio que sedeslizaba hacia abajo, chocando en los rincones de un laberinto invisible, fragmentándose,juntándose, resbalando de nuevo...-Case, hombre.La música.-Has regresado, hombre.Le quitaron la música de los oídos.-¿Cuánto tiempo? -se oyó preguntar, y supo que tenía la boca reseca.-Cinco minutos, quizás. Demasiado tiempo. Yo quería desconectarse. Mute dijo que no.La pantalla empezó a hacer cosas raras, y entonces Mute dijo que te pusiera los audífonos.Abrió los ojos. Las facciones de Maelcum estaban cubiertas por cintas de jeroglíficostranslúcidos.-Y tu medicina -dijo Maelcum-. Dos dermos.Estaba tendido boca arriba en el suelo de la biblioteca, debajo del monitor. El sionita loayudó a incorporarse, pero el movimiento lo arrojó al torrente salvaje de la betafenetilamina;los dermos azules le quemaban en la muñeca izquierda.-Sobredosis -alcanzó a decir.-Vamos, hombre. -Las manos poderosas bajo las axilas de Case lo levantaron como si fueraun niño. - Yo y yo tenemos que marcharnos.153
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