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Neuromante

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Los rasgos familiares llenaron la pantalla. El finlandés sonrió.-Es hora de entrar, Case -dijo el finlandés con los ojos fruncidos por el humo del cigarrillo-.Vamos, conecta.El Braun se arrojó contra el tobillo de Case y comenzó a subir pierna arriba, mordiéndole lacarne con los manipuladores a través de la delgada tela negra. -¡Mierda! -Lo apartó de unmanotazo arrojándolo contra la pared. Dos de las extremidades del Braun empezaron apistonear repetida y fútilmente, bombeando aire.- ¿Qué le pasa al maldito aparato?-Se quemó -dijo el finlandés-. Olvídalo. No hay problema. Conecta ya.Había cuatro zócalos bajo la pantalla, pero sólo uno aceptaba el adaptador Hitachi.Conectó.Nada. Vacío gris.Ni matriz, ni rejilla. Ni ciberespacio.La consola había desaparecido. Los dedos...Y en el límite extremo de la conciencia, una huidiza, fugaz impresión de algo que seabalanzaba sobre él, a través de leguas de espejo negro.Quiso gritar.Parecía que había una ciudad, más allá de la curva de la playa, pero estaba lejos.Se acuclilló sobre la arena húmeda, abrazado a las rodillas, y tembló.Permaneció así largo rato, aun después de haber dejado de temblar. La ciudad era baja ygris. Unos bancos de niebla que llegaban rodando sobre las olas la oscurecían por momentos.Le pareció una vez que en realidad no era una ciudad, sino un edificio aislado, tal vez unaruina: no podía saber a qué distancia estaba. La arena era del tono de la plata vieja cuandoaún no se ha ennegrecido por completo. La playa era de arena, muy larga; la arena estabahúmeda y le mojaba el ruedo de los tejanos. Se cruzó de brazos y se balanceó, cantando unacanción sin palabras ni melodía.El cielo era de un plateado distinto. Chiba. Como el cielo de Chiba. ¿La bahía de Tokio?Se volvió y se quedó mirando el mar, añorando el logo holográfico de la Fuji Electric, elzumbido de un helicóptero, cualquier cosa.Detrás de él, chilló una gaviota. Case se estremeció.Se estaba levantando un viento. La arena le golpeó la cara. La apoyó en las rodillas y lloró;el ruido de sus propios sollozos le pareció tan distante y ajeno como el graznido de la gaviotahambrienta. Empapó los tejanos con orina tibia que goteó sobre la arena y rápidamente seenfrió en el viento de mar. Cuando dejó de llorar, le dolía la garganta.-Wintermute -balbuceó a sus rodillas-, Wintermute...Oscurecía, y cada vez que temblaba era por un frió que al fin lo obligó a levantarse.Le dolían las rodillas y los codos. Le goteaba la nariz. Se la secó con el puño de lachaqueta y se revisó los bolsillos uno tras otro: vacíos. -Jesús... -Le castañeteaban los dientes.La marea había dejado en la playa dibujos más delicados que los de cualquier jardinero deTokio. Tras una docena de pasos en dirección a la ciudad, ahora visible, se volvió y miró denuevo la oscuridad que se apelmazaba. Las huellas de sus pies se extendían hasta el sitiodonde había llegado. Ninguna otra marca turbaba la arena ennegrecida.Calculó que había recorrido al menos un kilómetro cuando vio la luz. Estaba hablando conRatz y fue Ratz el primero en señalarlo: un resplandor rojo anaranjado, a la derecha, lejos delas olas. Sabía que Ratz no se encontraba allí, que el camarero era un invento de su propia146

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