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“alegre esperanza de la patria en otros tiempos” y “del cual ¡ay! no quedan ya ni los<br />

vestigios” (Mera, 1985: 67). Este “embrión de sociedad” (Mera, 1985: 69) que en la<br />

época en que se narra la novela (primera década del siglo XIX) se encuentra “ya en<br />

d<strong>ec</strong>adencia” 316 se halla al frente de la desembocadura del Bobonaza (Mera, 1985: 67)<br />

sobre el río Pastaza. Esta impresión de Andoas coincide con la opinión de Mera en su<br />

Cat<strong>ec</strong>ismo al considerar que del Oriente sólo se puede rescatar su pasado glorioso.<br />

Existen también diferencias claras entre la visión de Villavicencio y la de Mera.<br />

En general, las descripciones de Mera son mucho más distantes, críticas y menos<br />

comprometidas que las de Villavicencio. Es el caso, por ejemplo, del tema de la<br />

Ayahuasca. Mera relata que “la guerra es casi el estado normal de los jíbaros”, que “su<br />

maestría en el conocimiento y uso de los venenos es horripilante” y que “la causa de sus<br />

contiendas es por lo común el deseo de llevar a cima una venganza”. Dentro de este<br />

contexto, Mera describe la toma de la ayahuasca, y dice que su:<br />

Ef<strong>ec</strong>to es fingir visiones que el salvaje cree realidades, y ellas d<strong>ec</strong>iden lo<br />

que debe hacer toda la tribu: si en ese delirio ha visto la imagen de un<br />

enemigo a quien es pr<strong>ec</strong>iso matar, no perdona diligencia para matarle; si se<br />

le ha presentado cual adversa una tribu que, quizás fue su amiga, la guerra<br />

con ella no se hace esperar (Mera, 1985: 45).<br />

A diferencia de Mera, como mencionamos en un capítulo anterior, Villavicencio relata<br />

la tradición del ayahuasca en función de su propia experiencia, lo cual hace que su<br />

explicación de esta costumbre de los indígenas sea mucho más profunda y matizada.<br />

Por último, tanto Villavicencio como Mera ven en la religión el único medio para<br />

civilizar a los salvajes. Esta posición es clara en la constante crítica que hace Mera de la<br />

visión de los espíritus malévolos a lo largo de la novela y es la razón por la cual la<br />

muerte de Cumandá resulta tan ilógica e incomprensible en los ojos de su padre: el<br />

316<br />

Mera vincula el concepto de d<strong>ec</strong>adencia de las poblaciones orientales con las políticas del gobierno y<br />

ausencia de sacerdotes en la región: “!Oh felices habitantes de las solitarias selvas en aquellos tiempos!<br />

¡Cuánto bien pudo haberse esperado de vosotros para nuestra querida Patria, a no haber faltado virtuosos<br />

y abnegados sacerdotes que continuasen guiándoos por el camino de la civilización a la luz del<br />

Evangelio! ¡Pobres hijos de desierto! ¿Qué sois ahora?... ¡Sois apenas una esperanza! ¡Y los frutos de la<br />

esperanza a v<strong>ec</strong>es tardan tanto en madurar!... Vuestra alma tiene mucho de la naturaleza de vuestros<br />

bosques: se la limpia de las malezas que la cubren, y la simiente del bien germina y cr<strong>ec</strong>e en ella con<br />

rapidez; pero fáltele la afanosa mano del cultivador, y al punto volverá a su primitivo estado de barbarie.<br />

Vosotros nos sois culpables de esto; los es la sociedad civilizada cuyo egoísmo no le permite <strong>ec</strong>har una<br />

mirada benéfica hacia vuestras regiones; lo son los gobiernos que, atentos sólo al movimiento social y<br />

político que tienen delante, no escuchan los gritos del salvaje, que a sus espaldas se revuelca en charcos<br />

de sangre y bajo la lluvia del ticuna (tipo de árbol, puede ser la guayaba) en sus espantosas guerras de<br />

exterminio” (Mera, 1985: 71).<br />

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