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expediciones, Proaño únicamente podía conocer los datos geográficos proporcionados<br />

por Manuel Villavicencio (incluso podemos suponer que tenía gran admiración por<br />

Villavicencio ya que según Álvarez, Proaño bautiza a un joven jívaro con ese<br />

nombre 340 ). Según Álvarez (2003: 378), Proaño había leído la geografía de Villaviencio<br />

más de una vez. En ella se lee lo siguiente: “MORONA. Nace en el descenso de la<br />

cordillera oriental de los Andes, i se compone del Suñac, que nace del lago Quinua-<br />

loma i del Atillo; y corren juntos hasta su unión con río del Volcán, que viene del Monte<br />

Sangay: desde este punto toma el nombre de Upano, hasta el estr<strong>ec</strong>ho de Narous, en el<br />

cual toma el nombre de Morona, con el que desagua en el Amazonas”. Pero sus<br />

observaciones en el campo sugerían algo distinto: “figúrate si no tengo razón de<br />

maravillarme de cuanto voy viendo, y más cuando voy dándome cuenta de que todo este<br />

inmenso caudal de aguas, procede, no de los Andes, como generalmente se ha creído,<br />

sino de una cordillera llamada Kutukú, paralela a los Andes, que hace días atravesé<br />

viniendo de Macas; de la cual cordillera jamás se ha hablado en nuestras geografías”<br />

(Álvarez, 2003: 232).<br />

Los planes de expedición de Proaño fueron vistos desde un inicio con mucho<br />

escepticismo:<br />

Y para más amedrentarle le aseguraron que un jívaro, llamado Nanchi que<br />

acababa de llegar a Macas, y que era muy conocedor de esas regiones por<br />

donde Proaño quería aventurarse, se había reído a carcajadas al saber que<br />

Proaño tenía tal pretensión, y dijo que los apachis 341 se imaginaban que era<br />

lo mismo trazar caminos en el papel (como le había visto hacer a Proaño),<br />

que irse por esas regiones tan llenas de peñas, como de peligros de todo<br />

género. Aseguró además que las jivarías del Morona eran tan bravías, que<br />

solo que fuera Dios Proaño podría r<strong>ec</strong>orrer con vida el terrible río Morona<br />

(Álvarez, 2003: 118).<br />

Las hazañas de Proaño muestran que no se puede conocer el territorio sino<br />

r<strong>ec</strong>orriéndolo. Y frente a la inmensidad del espacio desconocido, donde las geografías<br />

resultan ser insuficientes, sólo el instinto de los geógrafos locales puede dar luces sobre<br />

340<br />

Un grupo de jívaros piden a Proaño que bautice a sus hijos. Proaño entendía que “los jívaros hacían<br />

bautizar a sus hijos, no era tanto por amor al catolicismo, del cual no tenían ninguna idea, ni les importaba<br />

un comino, sino por interés de los regalos que a cada bautizo se seguía. Terminada la ceremonia, en que<br />

el hijo de Charupe, que ya tenía unos veinte años de edad, le bautizó con el nombre de Manuel<br />

Villavicencio, y a otro, asimismo de los principales, con el nombre de Vicente Piedrahita, regaló a las<br />

madres muchos remedios, entre ellos sal marina, que miran esas gentes como verdadera panacea; y a las<br />

criaturas, franelas y zarazas coloradas para camisas, amén de brillantes chaquiras” (Álvarez, 2003: 140-<br />

141).<br />

341<br />

Blancos.<br />

221

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