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38 POLÍTICA ECONÓMICA. 3. a EDICIÓN<br />

midor o a regular el comportamiento de la empresa suministradora, pero que, en definitiva,<br />

impiden un juego más libre del mercado, etc.).<br />

Esta generalización de la presencia del sector público en las economías ha hecho<br />

que la literatura económica haya dado cabida también a críticas sobre los «fallos del<br />

sector público», contrapuestas a los que anteriormente se han señalado como «fallos<br />

del mercado».<br />

Los teóricos de la elección pública ( ) han querido resaltar que no sólo<br />

el mercado tiene fallos, sino que el sector público —como señaló ya J. Buchanan<br />

en 1979— también los tiene y que, por lo tanto, es necesario comprobar si las actuaciones<br />

de la intervención pública generan unos beneficios superiores a los costes que<br />

comportan. Lógicamente, si los segundos son superiores a los supuestos beneficios que<br />

debería comportar la intervención de las autoridades, ésta no sería deseable. Como señalan<br />

C. Wolf, C. Wattin y otros autores, frente a los «fallos del mercado» hay que tener<br />

también en cuenta los , los cuales pueden agruparse en las<br />

siguientes categorías:<br />

) derivadas del . Nada hace suponer que si los<br />

individuos operan en el sector privado guiados por finalidades egoístas tratando<br />

de maximizar su nivel de bienestar, cuando operen en el sector público vayan<br />

a olvidar estos comportamientos y actúen de forma altruista y desinteresada, en<br />

busca del bien común. Frente a los políticos se encuentran, por el lado de la demanda,<br />

los electores, que también pretenden que el sistema político sirva para<br />

sus propios fines, y dado que los recursos son escasos, no todos consiguen su<br />

meta, produciéndose así situaciones de discriminación entre individuos o grupos<br />

organizados. En consecuencia, para que el mercado político reflejara adecuadamente<br />

las preferencias del electorado, los electores deberían estar perfectamente<br />

informados y tener seguridad de que obtendrán lo realmente prometido<br />

por la parte oferente; es decir, por los políticos.<br />

) en la producción de . Cuando el sector<br />

público se propone suministrar determinados bienes y servicios a los ciudadanos<br />

(producción de bienes básicos o fabricación de productos industriales para lograr<br />

el desarrollo o la autonomía frente a otros países; construcción de viviendas;<br />

etc.), suele enfrentarse —como mínimo— con tres problemas. El primero<br />

es que siempre resulta muy difícil definir el tipo y la cantidad de bienes/servicios<br />

que deberá suministrar, por lo que suelen producirse desajustes; el segundo<br />

es el aumento de la burocracia y del número de empleados dependientes del<br />

sector público que normalmente acompaña este tipo de iniciativas; y el tercero,<br />

que el sector público —y en concreto el funcionariado— no siempre está bien<br />

preparado para gestionar eficazmente las empresas públicas, y además, al no tener<br />

como objetivo conseguir beneficios, con frecuencia se producen despilfarros<br />

y excesos en costes no directamente productivos ni necesarios. En definitiva,<br />

no faltan ejemplos en los que los bienes y servicios públicos se producen<br />

realmente a costes muy elevados para la sociedad y con claras ineficiencias.<br />

) en el control de los , ya que —en la práctica—<br />

es muy difícil conocer cuál es el coste marginal de los servicios que prestan,<br />

para poder determinar adecuadamente unos precios políticos o unas subvenciones.<br />

Cuando se trata de empresas públicas, los intereses de los burócratas

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