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La melancolia de los feos - Mario Mendoza

León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a los cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y carente de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión, hasta que una mañana recibe una extraña carta en su consultorio. Va sin remitente y tiene el dibujo de un murciélago que sostiene un letrero con el mismo término que usó el artista Durero en su famoso grabado: La Melancolía. El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a Soler, lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán emocionalmente en el presente para tratar de encontrar a su viejo amigo, Alfonso Rivas, un hombre deforme, enano y jorobado que le ha devuelto, sin saberlo, el favor más grande: salvarlo del extravío como solo un navegante es capaz de encontrarse a sí mismo mientras sortea la furia de los océanos.

León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a los
cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y carente
de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión, hasta que
una mañana recibe una extraña carta en su consultorio. Va sin
remitente y tiene el dibujo de un murciélago que sostiene un letrero
con el mismo término que usó el artista Durero en su famoso
grabado: La Melancolía.
El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a Soler,
lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán emocionalmente en
el presente para tratar de encontrar a su viejo amigo, Alfonso
Rivas, un hombre deforme, enano y jorobado que le ha devuelto,
sin saberlo, el favor más grande: salvarlo del extravío como solo un
navegante es capaz de encontrarse a sí mismo mientras sortea la
furia de los océanos.

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dirección en el barrio 7 <strong>de</strong> Agosto.<br />

—Yo antes iba a visitarlo y a hacerle un poco <strong>de</strong> compañía. Pero<br />

ya ni siquiera disfruta las visitas. Está muy alcoholizado.<br />

Le di las gracias, le prometí que la fundación rescataría al doctor<br />

Cuéllar <strong>de</strong>l abismo en el que se había caído y salí <strong>de</strong> allí con <strong>los</strong> datos<br />

<strong>de</strong>l violador entre mi bolsillo.<br />

Cuéllar vivía en una casa miserable <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> la plaza <strong>de</strong> mercado<br />

<strong>de</strong>l 7 <strong>de</strong> Agosto: un callejón sucio y maloliente que la mayoría <strong>de</strong>l<br />

tiempo permanecía invadido por cartoneros que recogían las basuras<br />

<strong>de</strong> <strong>los</strong> almacenes <strong>de</strong>l sector. <strong>La</strong> primera vez que lo vi me impresionó<br />

su parecido conmigo: bajito, calvo, melancólico, mal vestido,<br />

insignificante. Yo era una copia <strong>de</strong>generada <strong>de</strong> un prototipo muy<br />

menor.<br />

Lo que vino fue un seguimiento policivo. Me instalé en una tienda<br />

frente a la casa y lo perseguí sin que se diera cuenta. Todo el día<br />

vivía encerrado, no trabajaba ya (supuse que había logrado una<br />

escasa pensión que le alcanzaba para comer), y en las horas <strong>de</strong> la<br />

noche, a eso <strong>de</strong> las diez, caminaba dos cuadras hasta una pequeña<br />

zona <strong>de</strong> moteles y bares sórdidos don<strong>de</strong> solían trabajar algunas<br />

prostitutas <strong>de</strong> baja estofa. Se sentaba en un rincón <strong>de</strong> un bar llamado<br />

Guaicaipuro, cerca <strong>de</strong> <strong>los</strong> baños, y pedía una botella <strong>de</strong> aguardiente.<br />

<strong>La</strong> mesera y las muyeres que trabajaban en el sitio lo conocían bien<br />

y lo saludaban con cierta <strong>de</strong>ferencia. Y ahí se quedaba dos o tres<br />

horas, bebiendo aguardiente con la mirada siempre puesta en un<br />

punto remoto que solo existía en su memoria, sin hablar con nadie,<br />

hundido hasta el cuello en sus propios pensamientos. A veces se<br />

paraba, entraba al baño a orinar y volvía a la mesa a continuar con<br />

esa actitud introspectiva y ensimismada, como si estuviera<br />

embrujado, como si alguien, <strong>de</strong>bido a un hechizo maligno, lo hubiera<br />

convertido en un autómata.<br />

A la una o dos <strong>de</strong> la mañana, cuando cerraban el negocio y él<br />

pagaba su cuenta, salía a la calle y, tambaleante, caminaba <strong>de</strong><br />

regreso hasta su escondrijo, <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> cuya puerta <strong>de</strong>saparecía hasta<br />

la noche siguiente a la misma hora. Así era su rutina <strong>de</strong> lunes a<br />

domingo. Nunca lo vi hablar con otra persona o beber acompañado o<br />

entrar a <strong>los</strong> moteles con alguna <strong>de</strong> las mujeres <strong>de</strong> la zona. Solo<br />

hablaba para pedir la botella <strong>de</strong> aguardiente, y a veces ni siquiera<br />

tenía que or<strong>de</strong>nar, porque las meseras ya sabían lo que él solía beber<br />

y le llevaban la botella sin preguntarle una sola palabra.<br />

Una noche, llegué a las nueve y media y me senté en la mesa<br />

don<strong>de</strong> él se hacía, junto al baño. Puse mi bastón recostado contra la<br />

www.lectulandia.com - Página 163

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