La melancolia de los feos - Mario Mendoza
León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a los cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y carente de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión, hasta que una mañana recibe una extraña carta en su consultorio. Va sin remitente y tiene el dibujo de un murciélago que sostiene un letrero con el mismo término que usó el artista Durero en su famoso grabado: La Melancolía. El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a Soler, lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán emocionalmente en el presente para tratar de encontrar a su viejo amigo, Alfonso Rivas, un hombre deforme, enano y jorobado que le ha devuelto, sin saberlo, el favor más grande: salvarlo del extravío como solo un navegante es capaz de encontrarse a sí mismo mientras sortea la furia de los océanos.
León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a los
cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y carente
de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión, hasta que
una mañana recibe una extraña carta en su consultorio. Va sin
remitente y tiene el dibujo de un murciélago que sostiene un letrero
con el mismo término que usó el artista Durero en su famoso
grabado: La Melancolía.
El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a Soler,
lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán emocionalmente en
el presente para tratar de encontrar a su viejo amigo, Alfonso
Rivas, un hombre deforme, enano y jorobado que le ha devuelto,
sin saberlo, el favor más grande: salvarlo del extravío como solo un
navegante es capaz de encontrarse a sí mismo mientras sortea la
furia de los océanos.
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entorpecía cualquier movimiento ágil o elegante. Des<strong>de</strong> <strong>los</strong> quince<br />
años, me había inscrito en unos cursos <strong>de</strong> validación <strong>de</strong>l bachillerato<br />
por televisión (en el canal cultural), y estaba a punto <strong>de</strong> recibir mi<br />
diploma con unas calificaciones sobresalientes y salidas <strong>de</strong> lo normal.<br />
Era muy bueno en fi<strong>los</strong>ofía, en literatura y en matemáticas. No tenía<br />
un solo amigo, no compartía con nadie, hablaba muy poco con mi tío<br />
y <strong>de</strong>seaba a todas las mujeres <strong>de</strong>l mundo con ferocidad.<br />
Una noche, escuché una conversación sin querer. Uno <strong>de</strong> <strong>los</strong><br />
jóvenes <strong>de</strong> la pensión, haciéndose el simpático, le dijo a una <strong>de</strong> las<br />
muchachas que dormían cerca <strong>de</strong> mí habitación:<br />
—Ten cuidado con Cuasimodo esta noche. De pronto te pue<strong>de</strong><br />
raptar —y estalló en una risita estúpida.<br />
Entendí enseguida que se refería a mí. Cuasimodo. Bien, la guerra<br />
estaba <strong>de</strong>clarada. No permitiría que un filipichín subnormal e<br />
imberbe me faltara al respeto <strong>de</strong> esa manera.<br />
Esa misma noche, hacia las tres <strong>de</strong> la madrugada, con un bastón<br />
en la mano que utilizaba en casos <strong>de</strong> dolores lumbares que me<br />
afectaban hasta las piernas, golpeé a su puerta. Lo hice con suavidad<br />
para que se entusiasmara y pensara que tal vez se trataba <strong>de</strong> la<br />
chica que estaba cortejando. En efecto, abrió la puerta con cara <strong>de</strong><br />
complicidad y mi aspecto iracundo y agresivo lo <strong>de</strong>jó paralizado <strong>de</strong><br />
terror. No lo <strong>de</strong>jé que se recuperara y le pegué el primer bastonazo<br />
en el estómago. Perdió el aire y, sin emitir un quejido siquiera, se fue<br />
al piso con las manos en el abdomen. No le di tregua, entré a su<br />
habitación y lo molí a pa<strong>los</strong> a mi antojo. Al final, me senté sobre él y<br />
le lancé varios puñetazos a la cara. Dos dientes rodaron por el suelo.<br />
El joven lloraba, suplicaba en gemidos cortos que casi no se<br />
escuchaban, escupía sangre por el hueco que ahora horadaba su<br />
<strong>de</strong>ntadura.<br />
—Cuasimodo su puta madre, cabrón —le dije atravesado <strong>de</strong> rabia y<br />
rencor—. <strong>La</strong> próxima vez lo <strong>de</strong>jo paralítico para que sepa qué se<br />
siente no ser como <strong>los</strong> otros.<br />
Y me largué chorreando gotas <strong>de</strong> sudor por todo el cuerpo. No<br />
permitiría jamás que nadie me insultara ni atentara contra mi<br />
dignidad. Soportaría las miradas <strong>de</strong> curiosidad, <strong>los</strong> cuchicheos a mis<br />
espaldas, el <strong>de</strong>sprecio, el silencio incómodo, sí, pero no las ofensas,<br />
<strong>los</strong> atropel<strong>los</strong> ni la <strong>de</strong>shonra. Prefería morirme.<br />
Al día siguiente, el joven, con la cara amoratada y tumefacta, <strong>los</strong><br />
ojos cerrados, sin dientes <strong>de</strong>lanteros y cojeando <strong>de</strong> la pierna <strong>de</strong>recha,<br />
se mudó <strong>de</strong> la casa sin darle ninguna explicación a mi tío. No me<br />
acusó ante él, no se quejó, no interpuso ninguna <strong>de</strong>manda. Solo<br />
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