12.09.2018 Views

La melancolia de los feos - Mario Mendoza

León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a los cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y carente de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión, hasta que una mañana recibe una extraña carta en su consultorio. Va sin remitente y tiene el dibujo de un murciélago que sostiene un letrero con el mismo término que usó el artista Durero en su famoso grabado: La Melancolía. El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a Soler, lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán emocionalmente en el presente para tratar de encontrar a su viejo amigo, Alfonso Rivas, un hombre deforme, enano y jorobado que le ha devuelto, sin saberlo, el favor más grande: salvarlo del extravío como solo un navegante es capaz de encontrarse a sí mismo mientras sortea la furia de los océanos.

León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a los
cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y carente
de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión, hasta que
una mañana recibe una extraña carta en su consultorio. Va sin
remitente y tiene el dibujo de un murciélago que sostiene un letrero
con el mismo término que usó el artista Durero en su famoso
grabado: La Melancolía.
El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a Soler,
lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán emocionalmente en
el presente para tratar de encontrar a su viejo amigo, Alfonso
Rivas, un hombre deforme, enano y jorobado que le ha devuelto,
sin saberlo, el favor más grande: salvarlo del extravío como solo un
navegante es capaz de encontrarse a sí mismo mientras sortea la
furia de los océanos.

SHOW MORE
SHOW LESS

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

práctica en esos viejos cua<strong>de</strong>rnos en <strong>los</strong> que mi generación había<br />

aprendido a escribir las minúsculas en medio centímetro y las mayúsculas<br />

en un centímetro completo. Los viejos cua<strong>de</strong>rnos que yo le prestaba a<br />

Alfonso para que se pusiera al día y estudiara a la par conmigo.<br />

Increíble, no terminaba <strong>de</strong> compren<strong>de</strong>r cómo era posible que ese niño<br />

magnífico, gentil y cariñoso se me hubiera refundido en la memoria<br />

durante tantos años. ¿Por qué? ¿Qué era lo que había pasado <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> mí<br />

para que un ser tan poco común hubiera ingresado en el olvido más<br />

absoluto? Tal vez, me dije, en la respuesta a esa pregunta estaba una <strong>de</strong> las<br />

claves más significativas <strong>de</strong> mi vida.<br />

Una noche busqué el nombre <strong>de</strong> Alfonso en el directorio telefónico.<br />

Nada. No existe. Decidí que más a<strong>de</strong>lante, en algún momento, visitaría su<br />

vieja casa en la Calle 42 y preguntaría por él. No podía cruzarme <strong>de</strong><br />

brazos y quedarme así, sin hacer nada. No estaba dispuesto a esperar<br />

meses o años antes <strong>de</strong> que me llegara la segunda carta que me prometía al<br />

final <strong>de</strong> la primera. Si logró hacerme llegar un sobre al hospital es porque<br />

no <strong>de</strong>bía estar muy lejos. Si no vivía en la ciudad es porque quizás compró<br />

o rentó una casa en las afueras, en algún pueblo <strong>de</strong> la sabana <strong>de</strong> Bogotá.<br />

Una escena que no está en la carta me llegó a la memoria. Alfonso no<br />

se <strong>de</strong>spidió <strong>de</strong> mí, es verdad. El último día se encerró en su cuarto y ni el<br />

tío Humberto ni la empleada lo pudieron convencer <strong>de</strong> que saliera <strong>de</strong> allí.<br />

Y, en efecto, como él lo <strong>de</strong>scribe muy bien, yo le <strong>de</strong>jé en una caja <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>tergentes mi colección <strong>de</strong> Tintín. Pero la noche anterior, como a las diez<br />

<strong>de</strong> la noche, Alfonso se había escapado <strong>de</strong> su casa y había timbrado en la<br />

mía. Yo mismo le abrí la puerta, con mi pijama puesta y unas pantuflas<br />

protegiéndome <strong>los</strong> pies.<br />

—¿Puedo ver a Fobos un segundo? —me pidió con la voz ahogada.<br />

—Espérate, ya viene —le dije con tranquilidad, sin hacerle preguntas<br />

ni ahondar en sus sentimientos.<br />

Grité el nombre <strong>de</strong>l perro y a <strong>los</strong> pocos segundos apareció batiendo la<br />

cola. Alfonso lo abrazó con fuerza, lo besó, lloró sobre su pelaje oscuro y<br />

se <strong>de</strong>spidió <strong>de</strong> él con frases cariñosas y dulces. Al final me dijo:<br />

—Gracias. Lo voy a extrañar mucho.<br />

Y se dio media vuelta y se fue para su casa.<br />

Ahora, tantos años <strong>de</strong>spués, la memoria me traía esa imagen y me<br />

partía el corazón. Yo sabía que él adoraba al perro, por supuesto, pero por<br />

aquel entonces mi inmadurez y mi falta <strong>de</strong> experiencia me impedían<br />

www.lectulandia.com - Página 45

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!