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La melancolia de los feos - Mario Mendoza

León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a los cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y carente de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión, hasta que una mañana recibe una extraña carta en su consultorio. Va sin remitente y tiene el dibujo de un murciélago que sostiene un letrero con el mismo término que usó el artista Durero en su famoso grabado: La Melancolía. El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a Soler, lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán emocionalmente en el presente para tratar de encontrar a su viejo amigo, Alfonso Rivas, un hombre deforme, enano y jorobado que le ha devuelto, sin saberlo, el favor más grande: salvarlo del extravío como solo un navegante es capaz de encontrarse a sí mismo mientras sortea la furia de los océanos.

León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a los
cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y carente
de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión, hasta que
una mañana recibe una extraña carta en su consultorio. Va sin
remitente y tiene el dibujo de un murciélago que sostiene un letrero
con el mismo término que usó el artista Durero en su famoso
grabado: La Melancolía.
El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a Soler,
lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán emocionalmente en
el presente para tratar de encontrar a su viejo amigo, Alfonso
Rivas, un hombre deforme, enano y jorobado que le ha devuelto,
sin saberlo, el favor más grande: salvarlo del extravío como solo un
navegante es capaz de encontrarse a sí mismo mientras sortea la
furia de los océanos.

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humillante, yo me sentía un héroe.<br />

—¿Viste? Alcancé a sostenerme casi una cuadra entera —dije<br />

esperando alguna alabanza.<br />

—Sí, estuviste muy bien —respondiste con tu habitual cortesía que<br />

me daba tanta seguridad en mí mismo—. Fue culpa mía. No te enseñó<br />

bien lo <strong>de</strong> <strong>los</strong> frenos.<br />

Revisamos la bicicleta y no le había pasado nada. Entramos a mi<br />

casa y me ayudaste a lavarme y a <strong>de</strong>sinfectarme <strong>los</strong> raspones. En un<br />

instante en el que te inclinaste más <strong>de</strong> la cuenta para untarme<br />

alcohol en un tobillo (yo no podía por la joroba), tu camiseta se subió<br />

hasta la mitad <strong>de</strong> tu espalda y pu<strong>de</strong> verte la piel magullada y<br />

enrojecida por líneas que parecían latigazos. Con una ingenuidad que<br />

casi rayaba en la estupi<strong>de</strong>z, te preguntó:<br />

—¿Qué te pasó en la espalda?<br />

Te levantaste enseguida muy nervioso, te metiste la camiseta<br />

entre el pantalón y buscaste una respuesta rápida para amortiguar la<br />

situación:<br />

—Me caí en el colegio. No es nada —dijiste con fastidio, casi molesto<br />

por mi <strong>de</strong>scubrimiento.<br />

Nos <strong>de</strong>spedimos a <strong>los</strong> pocos minutos y me sentí mal por haberme<br />

metido en ese pedazo <strong>de</strong> tu vida don<strong>de</strong> nadie <strong>de</strong>bía entrar. Me había<br />

entrometido en tu intimidad sin querer y ahora no sabía cómo<br />

excusarme, cómo <strong>de</strong>cirte que lamentaba haberme enterado <strong>de</strong> esa<br />

manera, revisándote las heridas <strong>de</strong> cerca, ofendiéndote <strong>de</strong> alguna<br />

manera con mi <strong>de</strong>scubrimiento. <strong>La</strong> pregunta era obvia: ¿Quién te<br />

golpeaba así, tan brutalmente, viejo? ¿Tú mamá o tu papá? ¿Por qué?<br />

En <strong>los</strong> días siguientes no pu<strong>de</strong> sanarte <strong>de</strong> mis pensamientos.<br />

Entendí que el <strong>de</strong>porte era pana ti una forma <strong>de</strong> fortalecerte, <strong>de</strong><br />

endurecerte para aguantar las golpizas que te daban en tu casa. No<br />

volvimos a hablar <strong>de</strong>l asunto y le restaste importancia <strong>de</strong>s<strong>de</strong> un<br />

principio, pero yo recordaba que en tu voz había habido una<br />

entonación falsa que <strong>de</strong>notaba la mentira, un <strong>de</strong>seo profundo <strong>de</strong><br />

escon<strong>de</strong>r tu mayor vergüenza. Y entendí por qué te habías acercado<br />

a mi buscando mi amistad: porque tú también estabas <strong>de</strong>l otro lado<br />

<strong>de</strong> la línea. Por eso me comprendías, por eso me <strong>de</strong>fendías, por eso<br />

eras mi amigo: porque <strong>de</strong>fendiéndome te <strong>de</strong>fendías a ti mismo. Eras<br />

fuerte, sí, atlético, duro <strong>de</strong> carácter, y sin embargo tan dulce, tan<br />

<strong>de</strong>sprotegido, tan necesitado <strong>de</strong> afecto. Ibas siempre con tu perro a<br />

todas partes. Y tus padres, <strong>los</strong> encargados <strong>de</strong> amarte y protegerte, te<br />

habían traicionado y se habían ido contra ti. Por eso <strong>de</strong>sconfiabas <strong>de</strong><br />

todo el mundo y eras un solitario, un renegado. Por eso confiabas<br />

www.lectulandia.com - Página 37

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