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La melancolia de los feos - Mario Mendoza

León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a los cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y carente de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión, hasta que una mañana recibe una extraña carta en su consultorio. Va sin remitente y tiene el dibujo de un murciélago que sostiene un letrero con el mismo término que usó el artista Durero en su famoso grabado: La Melancolía. El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a Soler, lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán emocionalmente en el presente para tratar de encontrar a su viejo amigo, Alfonso Rivas, un hombre deforme, enano y jorobado que le ha devuelto, sin saberlo, el favor más grande: salvarlo del extravío como solo un navegante es capaz de encontrarse a sí mismo mientras sortea la furia de los océanos.

León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a los
cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y carente
de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión, hasta que
una mañana recibe una extraña carta en su consultorio. Va sin
remitente y tiene el dibujo de un murciélago que sostiene un letrero
con el mismo término que usó el artista Durero en su famoso
grabado: La Melancolía.
El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a Soler,
lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán emocionalmente en
el presente para tratar de encontrar a su viejo amigo, Alfonso
Rivas, un hombre deforme, enano y jorobado que le ha devuelto,
sin saberlo, el favor más grande: salvarlo del extravío como solo un
navegante es capaz de encontrarse a sí mismo mientras sortea la
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Entonces tenía la sensación <strong>de</strong> haber llegado a casa, me iba al<br />

baño, me pegaba un pase y regresaba a tomar posesión <strong>de</strong> mi reino<br />

una vez más. Mi reino, que en realidad era una ratonera maloliente<br />

que no tenía puerta <strong>de</strong> salida.<br />

Una tar<strong>de</strong>, recostado en mi habitación, en uno <strong>de</strong> <strong>los</strong> viajes <strong>de</strong><br />

pastillas <strong>de</strong> LSD que solía consumir <strong>de</strong> vez en cuando, me entró una<br />

gigantesca tristeza por la muerte <strong>de</strong> mi madre. Jamás la había<br />

sentido cercana ni entrañable, lo sabes bien. Nuestra relación había<br />

sido más bien la <strong>de</strong> dos <strong>de</strong>sconocidos que ni siquiera se saludaban.<br />

Pero recordé que ella había muerto en el hospital <strong>de</strong> <strong>La</strong> Samaritana,<br />

sola, en un cuarto cualquiera, sin reconocer a nadie y apagándose<br />

poco a poco <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong> la abuela. Y una pregunta me<br />

empezó a rondar aquella tar<strong>de</strong> y a taladrarme la cabeza: ¿Se había<br />

acordado <strong>de</strong> mí en <strong>los</strong> últimos minutos? ¿Al menos en <strong>los</strong> segundos<br />

finales había tomado conciencia <strong>de</strong> que tenía un hijo, no importa que<br />

fuera <strong>de</strong>forme, y le habría gustado estrecharlo entre sus brazos antes<br />

<strong>de</strong> morir? ¿Había murmurado mí nombre en <strong>los</strong> estertores finales?<br />

¿Me había perdonado por ser el engendro, el producto <strong>de</strong> una<br />

agresión, el símbolo <strong>de</strong> un oprobio que le había <strong>de</strong>strozado su vida?<br />

Esas suposiciones me atormentaron hasta el punto <strong>de</strong> que me<br />

vestí rápidamente, llamé un taxi y me fui para <strong>La</strong> Samaritana en<br />

medio <strong>de</strong> mis <strong>de</strong>lirios y mis alucinaciones <strong>de</strong> adicto irre<strong>de</strong>nto. Recorrí<br />

el hospital solo, <strong>de</strong> corredor en corredor, murmurando el nombre <strong>de</strong><br />

mi madre en voz baja, llamándola, invocándola, apelando a su<br />

presencia como una forma, quizás la única que tenía, <strong>de</strong> salvarme.<br />

Dos horas más tar<strong>de</strong> salí <strong>de</strong>l hospital, giré el rostro hacia el sur,<br />

hacia la Cárcel Distrital, y me quedé unos minutos así, absorto en la<br />

contemplación <strong>de</strong> sus muros infranqueables. Luego miré el barrio<br />

Calvo Sur <strong>de</strong>splegándose hacia la montaña y bajé a la Carrera<br />

Décima a tomar un taxi. Caían <strong>los</strong> últimos rayos <strong>de</strong>l atar<strong>de</strong>cer y<br />

empezaban a encen<strong>de</strong>rse las farolas <strong>de</strong> <strong>los</strong> postes <strong>de</strong> la luz. Dos<br />

hombres que me venían siguiendo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el hospital me abordaron en<br />

una esquina y me encañonaron <strong>de</strong> frente.<br />

—Bajándose ahí <strong>de</strong> lo que tenga, papá —me or<strong>de</strong>nó uno <strong>de</strong> el<strong>los</strong> con<br />

agresividad.<br />

Me metieron las manos entre <strong>los</strong> bolsil<strong>los</strong> y encontraron mi<br />

billetera vacía. Como mi complejo <strong>de</strong> inferioridad física me generaba<br />

mucho temor cuando caminaba por la calle, yo solía escon<strong>de</strong>r mis<br />

documentos y mi dinero en un bolsillo interno <strong>de</strong>l pantalón que no<br />

era fácil <strong>de</strong> <strong>de</strong>tectar.<br />

—¿Dón<strong>de</strong> está la plata, jorobado <strong>de</strong> mierda? —me preguntó el<br />

www.lectulandia.com - Página 89

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