Obras completas II.pdf - la tertulia de la granja
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“<strong>Obras</strong> <strong>completas</strong> <strong>II</strong>” <strong>de</strong> Rafael Barrett<br />
Don Angel. – Tal vez. Aunque me enajenara todos no me <strong>de</strong>tendría. Prefiero <strong>la</strong> soledad al<br />
remordimiento. Pero ¡quién sabe! Argumentaría. ¿Cómo? Nos hab<strong>la</strong>n <strong>de</strong> Bruto en <strong>la</strong> escue<strong>la</strong><br />
con <strong>la</strong> admiración que merece un ciudadano ilustre, ¿y he <strong>de</strong> mal<strong>de</strong>cir a los vengadores <strong>de</strong><br />
Lisboa? Usted recordará lo que era para nosotros, <strong>de</strong> niños, <strong>la</strong> muerte <strong>de</strong> César. Un final <strong>de</strong><br />
tragedia clásica. Bruto, con dos o tres amigos, se acercaba majestuosamente; los personajes se<br />
medían con <strong>la</strong> mirada. La justiciera hoja entraba <strong>de</strong>spacio en <strong>la</strong> carne <strong>de</strong>l semidiós. Luego<br />
había lo <strong>de</strong> tu quoque, y lo <strong>de</strong> cubrirse con <strong>la</strong> toga. Cuando crecí me enteré mejor. Sesenta y<br />
ochenta conjurados, trémulos <strong>de</strong> miedo, se <strong>la</strong>nzaron rabiosamente sobre César, cosiéndole a<br />
puña<strong>la</strong>das. Allí no hubo frases ni arreglos <strong>de</strong> toilette. Fue una cacería inmunda. El herido intentó<br />
<strong>de</strong>fen<strong>de</strong>rse, conmovedor <strong>de</strong>talle, con su estilo. Era tal el pánico <strong>de</strong> los matadores, que<br />
escaparon abandonando varias horas el cadáver en el Senado <strong>de</strong>sierto. Los dos bandos<br />
estaban poseídos <strong>de</strong>l mismo terror. ¿He <strong>de</strong> respetar a los asesinos <strong>de</strong> César, porque eran<br />
senadores y altos funcionarios, y estaban protegidos, y he <strong>de</strong> conminar a los <strong>de</strong> don Carlos,<br />
porque son mo<strong>de</strong>stos trabajadores, y han ido a morir sin salvación posible? El rey era padre y<br />
esposo, mas ¿quién le obligó a ser rey, y a ser mal rey? ¿No eran padres y esposos los que<br />
han sido enviados por los reyes, en cien ocasiones, a sucumbir en guerras fríamente<br />
preparadas? Triste, <strong>la</strong>mentable es lo acaecido, pero hay circunstancias atenuantes, y es preciso<br />
tener el valor <strong>de</strong> seña<strong>la</strong>r<strong>la</strong>s en seguida.<br />
Don Tomás. – ¿De modo que usted, valeroso don Angel, absolvería a los <strong>de</strong>lincuentes?<br />
Don Angel. – Me horripi<strong>la</strong> juzgar. No obstante opino que un jurado <strong>de</strong> esos que absuelven a los<br />
machos-fieras, l<strong>la</strong>mándoles pasionales, no se contradiría al absolver a los enfermos <strong>de</strong> pasión<br />
republicana.<br />
El anarquista. – ¡Salud, débil rey!<br />
El rey. – ¡Salud, anarquista torpe!<br />
DIÁLOGOS CONTEMPORÁNEOS<br />
El anarquista. – La fabricación <strong>de</strong> <strong>la</strong> dinamita no es un secreto <strong>de</strong> Estado. Repetiremos<br />
in<strong>de</strong>finidamente <strong>la</strong> tentativa fracasada.<br />
El rey. – Te agra<strong>de</strong>zco el rec<strong>la</strong>mo. Nos hacen por fin interesantes. Concluido el tiempo en que<br />
bajo <strong>la</strong> armadura cince<strong>la</strong>da capitaneábamos nuestras huestes, <strong>de</strong>spojados <strong>de</strong>l po<strong>de</strong>r político y<br />
hasta <strong>de</strong>l privilegio <strong>de</strong> ser más ricos que nuestros súbditos, nos consumíamos en nuestra<br />
insignificancia. Sólo temíamos algo <strong>de</strong> nuestras indigestiones o <strong>de</strong> nuestros médicos. Ahora<br />
añadimos al riesgo <strong>de</strong>l automóvil <strong>de</strong>sbocado el <strong>de</strong> <strong>la</strong> explosión siniestra. Volvemos a ser <strong>la</strong><br />
cumbre amenazada por el rayo, y recobramos un poco <strong>de</strong> nuestra antigua majestad. Mi mujer,<br />
reina <strong>de</strong> España, acepta tu bomba como el mejor regalo <strong>de</strong> boda.<br />
El anarquista. – Di que al cabo el miedo se acuesta con los reyes. Antes mandabas soldados<br />
dignos <strong>de</strong> abrazarte en el campo <strong>de</strong> batal<strong>la</strong>. No alqui<strong>la</strong>bas un ejército <strong>de</strong> espías. Ayer el triunfo;<br />
hoy el terror. No son los mineros los únicos que tiemb<strong>la</strong>n en <strong>la</strong> sombra rastreando el próximo<br />
estallido. La química es irreverente.<br />
El rey. – Y tú, en el fondo <strong>de</strong> tu conciencia, eres reverente. Eres hijo <strong>de</strong> los robustos esc<strong>la</strong>vos<br />
que a <strong>la</strong>tigazos erigieron <strong>la</strong>s pirámi<strong>de</strong>s y los acueductos <strong>de</strong> Roma. El alcohol <strong>de</strong>l sábado ha<br />
trastornado tu cabeza ruda, y quisieras sentarte en mi trono agrietado.<br />
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