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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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del grajo o del mochuelo, individuos que son objeto del odio general de la<br />

especie de pluma, tanto, que, así el pinzón, como el paro y el jilguero, acuden<br />

con la esperanza de arrancar una pluma a su enemigo, y casi siempre dejan las<br />

suyas. Los compañeros de Pitou se servían de un verdadero mochuelo o de un<br />

grajo natural, o de una hierba particular que les permitía imitar más o menos bien<br />

el grito de uno de esos animales; pero Pitou despreciaba todos estos preparativos<br />

y subterfugios. Con sus propios medios, con los medios naturales, tendía el lazo;<br />

y con su boca solamente, en fin, modulaba los sonidos chillones y odiados que<br />

llamaban, no tan sólo a las demás aves, sino también a las de la misma especie,<br />

que se dejaban engañar, no diremos por el canto, sino por el grito, a causa de lo<br />

perfecto de la imitación. En cuanto a la caza en los pequeños pantanos, o en las<br />

charcas, tenía poca importancia para Pitou, y seguramente la hubiera despreciado<br />

como cuestión de arte si hubiese sido menos productiva. Esto no impedía, a pesar<br />

del desprecio que le inspiraba una caza tan fácil, que ninguno de los más<br />

prácticos supiera tan bien como Pitou cubrir de helechos un pantano demasiado<br />

grande para poner los lazos en todas partes; ninguno sabía como él dar la<br />

inclinación conveniente a sus trampas, de manera que las aves más astutas no<br />

pudiesen beber ni por encima ni por debajo; y, en fin, nadie tenía esa seguridad<br />

de mano y esa precisión en el golpe de vista que debe presidir en la mezcla, en<br />

porciones desiguales y bien entendidas de la pez-resina, del aceite y de la liga,<br />

para que esta última no resulte demasiado líquida ni quebradiza con exceso.<br />

Ahora bien: como el aprecio que se hace de las cualidades de los hombres<br />

cambia según el teatro donde manifiestan aquéllas, y según los espectadores ante<br />

los cuales las dan a conocer, Pitou, en su pueblo de Haramont, en medio de los<br />

campesinos, es decir, de hombres acostumbrados a pedir a la naturaleza, por lo<br />

menos, la mitad de sus recursos, y odiando por instinto la civilización, Pitou,<br />

repetimos, gozaba de consideraciones que no permitían a su pobre madre suponer<br />

que siguiese por mal camino, ni que la educación de su hijo, privilegiado por tal<br />

concepto, se daba gratis a sí propio, no fuese la más perfecta que pudiera recibir<br />

cualquier hombre a costa de grandes gastos.<br />

Pero cuando la buena mujer cayó enferma, adivinando que la muerte se acercaba,<br />

cuando comprendió que iba a dejar a su hijo solo y aislado en el mundo,<br />

comenzó a dudar, y buscó un apoyo para el futuro huérfano. Entonces recordó<br />

que diez años antes un joven había llegado a llamar a su puerta en medio de la<br />

noche, llevándole un niño recién nacido, por el cual le había dejado, no<br />

solamente una suma bastante redonda, sino otra más considerable aún depositada<br />

en casa de un notario de Villers-Cotterets. De aquel joven misterioso tan sólo<br />

supo, por lo pronto, que se llamaba Gilberto; pero hacía tres años, poco más o<br />

menos, que había vuelto a verle: era entonces un joven de veintisiete años, de<br />

formas un poco rígidas, de palabra dogmática y de aspecto algo frío. Pero esta<br />

primera capa de hielo se había derretido al ver a su hijo; y como le pareció<br />

hermoso, robusto, muy risueño y criado como lo pidiera él mismo a la naturaleza,<br />

estrechó la mano de la buena mujer, diciéndole estas únicas palabras: —En caso<br />

de necesidad, contad conmigo.<br />

Después tomó el niño en brazos, preguntó por el camino de Ermenonville, hizo<br />

con su hijo una peregrinación a la tumba de Rousseau y regresó a Villers-

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