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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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—¡Oh! No es extraño que lo hiciera antes; pero después he oído vuestra voz,<br />

recibiendo al mismo tiempo un latigazo que me ha cruzado la espalda. En cuanto<br />

a esos saltos, no salen bien más que una vez; estoy acostumbrado a vuestra voz; y<br />

en cuanto al látigo, seguramente no le aplicaréis más que a ese pobre Cadet, que<br />

tendrá casi tanto calor como yo.<br />

La lógica de Pitou, que, bien mirado, era la del abate Fortier, persuadió y casi<br />

conmovió al labrador.<br />

—No tengo tiempo para enternecerme respecto a tu suerte —dijo a Pitou—,<br />

pero veamos: haz un esfuerzo y monta en la grupa.<br />

—¡Oh! —repuso Pitou—. Esto reventaría al pobre Cadet.<br />

—¡Bah! Dentro de media hora estaremos en casa del padre Lefranc.<br />

—Pero señor Billot —dijo Pitou—, me parece que es de todo punto inútil que yo<br />

vaya a casa del padre Lefranc.<br />

—Y ¿por qué?<br />

—Porque, si tenéis algo que hacer en Dammartin, no es preciso que yo vaya.<br />

—Sí, pero yo necesito que vengas a París, pues allí me servirás. Tienes buenos<br />

puños, y estoy seguro que no se tardará en distribuir mojicones allí abajo.<br />

—¡Ah, ah! —exclamó Pitou, poco seducido por la perspectiva—. ¿Lo creéis así?<br />

Y trepó a la grupa de Cadet, atrayéndole Billot hacia sí, como si fuese un saco de<br />

harina.<br />

El buen labrador ganó de nuevo el camino, y manejó tan bien la brida, las rodillas<br />

y las espuelas, que en menos de media hora, como había dicho, llegó a<br />

Dammartin.<br />

Billot había entrado en la ciudad por una callejuela de él conocida; ganó la granja<br />

del padre Lefranc, y, dejando a Pitou y a Cadet en medio del patio, corrió a la<br />

cocina, donde el dueño, que estaba a punto de ir a dar una vuelta por los campos,<br />

se sujetaba las polainas.<br />

—¡Pronto, pronto, compadre! —le dijo, antes de que Lefranc se repusiera de su<br />

asombro—. Dame el caballo más resistente que tengas.<br />

—El mejor es Margot —dijo Lefranc, y precisamente está ensillado, porque yo<br />

iba a montar.<br />

—¡Pues bien, dame Margot; pero te advierto que es posible que le reviente!<br />

—¡Bueno! ¡Reventar a Margot! Y ¿por qué ha de ser así?<br />

—Porque es preciso que esta misma noche esté en París —contestó Billot con<br />

aire sombrío.<br />

Al decir esto, hizo a Lefranc una señal masónica de las más significativas.<br />

—En ese caso, revienta a Margot —dijo el padre Lefranc—. En cambio me<br />

dejarás a Cadet.<br />

—Ya está dicho.<br />

—¿Quieres un vaso de vino?<br />

—Dos.<br />

—Pero me parece que no estás solo...<br />

—No: me acompaña un buen muchacho, que ha de venir conmigo, y el cual se<br />

halla tan cansado que no ha tenido fuerza para llegar hasta aquí. Dispón que le<br />

den alguna cosa.<br />

—Al momento, al momento —contestó el labrador.

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