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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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—¡Resentirme a mí, resentirme vos a mí! —exclamó—. ¡Oh caballero! ¿Qué<br />

decís? ¿Vos resentir a una reina? Os juro que os engañáis. ¡Ah, señor doctor<br />

Gilberto! Me parece que no habéis estudiado la lengua francesa en tan buenas<br />

fuentes como la medicina. No se resiente a las personas de mi calidad, señor<br />

Gilberto: se las cansa y nada más.<br />

Gilberto saludó, dando un paso hacia la puerta, pero sin que a la reina le fuese<br />

posible descubrir en su rostro el menor vestigio de cólera, la menor señal de<br />

impaciencia.<br />

La reina, por el contrario, se estremecía de cólera, y casi dio un salto como para<br />

detener a Gilberto.<br />

Este último comprendió.<br />

—Dispensadme, señora —dijo—. Es verdad: he cometido el error imperdonable<br />

de olvidar que, en mi calidad de médico, he sido llamado para visitar a una<br />

enferma: en adelante lo recordaré.<br />

Y Gilberto meditaba.<br />

—Vuestra Majestad —continuó—, parece estar a punto de sufrir una crisis<br />

nerviosa, y yo me atrevería a rogaros que no os abandonéis a ella, pues muy<br />

pronto no seréis dueña de evitarlo. En este instante, el pulso debe estar suspenso,<br />

y la sangre afluye al corazón: Vuestra Majestad sufre, Vuestra Majestad se halla<br />

muy próxima a la sofocación, y tal vez fuera prudente que mandase llamar a una<br />

de sus damas.<br />

La reina dio una vuelta por la habitación, y, volviendo a sentarse, preguntó:<br />

—¿Os llamáis Gilberto?<br />

—Gilberto, sí, señora.<br />

—¡Es extraño! Tengo un recuerdo de la juventud cuya singular existencia os<br />

heriría, sin duda, profundamente si os lo citase; pero ¡no importa! Ya os curaréis<br />

la herida, vos que sois tan profundo filósofo, como sabio médico.<br />

Y la reina sonrió irónicamente.<br />

—Eso es, señora —dijo Gilberto—; sonreíd y dominad poco a poco vuestros<br />

nervios por la burla: es una de las más hermosas prerrogativas de la voluntad<br />

inteligente dominarse a sí propio. Dominad, señora, dominad, pero sin violencia.<br />

Esta descripción del médico fue dictada con tal suavidad, que la reina, aunque<br />

comprendiendo la profunda ironía que encerraba, no pudo ofenderse de las<br />

Gilberto acababa de pronunciar.<br />

Pero volvió a la carga, continuando el ataquen había dejado.<br />

—Voy a deciros a qué recuerdo me refiero —dijo a manera de conclusión.<br />

Gilberto se inclinó en señal de que escuchaba.<br />

La reina hizo un esfuerzo, fijando su mirada en la del doctor.<br />

—Yo era Delfina entonces, y habitaba en Trianón. En los jardines había un<br />

muchacho casi negro, siempre manchado de tierra, y ceñudo, que se ocupaba en<br />

escardar y cavar la tierra con sus pequeñas manos ganchudas: se llamaba<br />

Gilberto.<br />

—Era yo, señora —dijo flemáticamente el doctor.<br />

—¡Vos! —exclamó María Antonieta con expresión de odio. ¡Pues yo tenía<br />

razón! ¡No sois hombre de estudios!

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