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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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Luego, como si esta manifestación involuntaria hubiera sido indigna de su alma<br />

de espartana, Andrea apartó los ojos y vio a la reina, inclinándose al punto.<br />

—¿Qué tenéis, señora? —preguntó el señor de Charny—. Me habéis asustado.<br />

Vos, tan fuerte, tan animosa, haberos desmayado...<br />

—Es que pasan cosas tan terribles en París —contestó Andrea—, que cuando los<br />

hombres tiemblan, bien pueden desmayarse las mujeres. ¡Habéis salido de París!<br />

¡Oh! Bien hecho.<br />

—¿Acaso será por mí —preguntó Charny con tono de duda—, por quien habéis<br />

pasado tan mal rato?<br />

Andrea miró otra vez a su marido y a la reina, pero no contestó.<br />

—¿Podéis dudarlo, conde? —dijo María Antonieta—. La condesa no es reina, y<br />

por consiguiente está en el derecho de tener miedo por su marido.<br />

Charny conoció los celos ocultos bajo esta frase.<br />

—Pues yo estoy seguro de que la condesa tiene más miedo por su soberana que<br />

por mí.<br />

—Vamos al caso —dijo María Antonieta—; ¿por qué y cómo os hemos<br />

encontrado desmayada en ese gabinete, condesa?<br />

—No podría decíroslo, señora. Yo misma lo ignoro; pero en esta vida de fatiga,<br />

de terror y de emociones que llevamos hace tres días, creo que el desmayo de una<br />

mujer es cosa muy natural.<br />

—No cabe duda —respondió María Antonieta, conociendo que Andrea no quería<br />

ser interrogada.<br />

—Pero observo que V. M. tiene también los ojos llororos —repuso Andrea con la<br />

extraña calma que le era característica tan luego como volvía a ser dueña de su<br />

voluntad, y que era tanto más molesta en las circunstancias difíciles cuanto que<br />

se conocía fácilmente que era afectación y ocultaba sentimientos puramente<br />

humanos.<br />

También entonces creyó el conde notar en las palabras de su mujer, el acento<br />

irónico que había observado un momento antes en las de la reina.<br />

—Andrea —dijo a su esposa con cierta severidad, a la cual su voz no estaba<br />

acostumbrada—, no es extraño que acudan lágrimas a los ojos de la reina, por<br />

cuanto ama a su pueblo y ha visto correr la sangre de éste.<br />

—Afortunadamente, Dios no ha permitido que corriera la vuestra, conde —<br />

contestó Andrea tan fría, tan imperturbable como siempre.<br />

—Sí; pero ahora no se trata de Su Majestad, sino de vos. Conque volvamos a<br />

ocuparnos en vos: la reina lo permite.<br />

María Antonieta hizo con la cabeza un ademán afirmativo.<br />

—Habéis tenido miedo, ¿verdad?<br />

—¿Yo?<br />

—Habéis sufrido, no lo neguéis: os ha sucedido algún percance. ¿Cuál? No lo sé,<br />

pero vais a decírnoslo.<br />

—Os equivocáis, caballero.<br />

—¿Tenéis quejas de alguien, de algún hombre?<br />

Andrea palideció.<br />

—No tengo queja de nadie: vengo de la cámara del rey.<br />

—¿Directamente?

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