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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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—¡Otra buena noticia! ¡Ojalá pase así todo el día!<br />

—¡Oh, señora! —dijo un cortesano—. ¡Vuestra Majestad se alarma sin motivo,<br />

pues los parisienses conocen demasiado bien la responsabilidad que sobre ellos<br />

pesa.<br />

—Pero, señora —dijo otro cortesano menos tranquilo—, ¿está bien segura<br />

Vuestra Majestad de que las noticias son auténticas?<br />

—¡Oh! Sí —contestó la reina—; la persona que me las envía me ha respondido<br />

del rey con su cabeza, y, por otra parte, le creo un amigo.<br />

—¡Oh! Si es un amigo —repuso el cortesano inclinándose—, nada tengo que<br />

decir.<br />

La señora de Lamballe, que se hallaba a pocos pasos, se acercó.<br />

—Es el nuevo médico del rey: ¿no es cierto? —preguntó a María Antonieta.<br />

—Gilberto, sí —contestó aturdidamente la reina—, sin pensar que descargaba a<br />

su lado un golpe terrible.<br />

—¡Gilberto! —exclamó Andrea, estremeciéndose como si la hubiese mordido<br />

una víbora en el corazón—. ¡Gilberto amigo de Vuestra Majestad!<br />

Andrea se volvió, con los ojos brillantes y las manos crispadas por la cólera y la<br />

vergüenza, acusando altivamente a la reina por su mirada y su actitud.<br />

—Pero... debo decir... —murmuró la reina vacilando.<br />

—¡Oh señora, señora! —dijo en voz baja Andrea con tono de amarga reprensión.<br />

A este incidente misterioso siguióse un silencio mortal.<br />

Pero de pronto se oyó un paso discreto en la habitación contigua.<br />

—¡El señor de Charny! —exclamó a media voz la reina, como para advertir a<br />

Andrea que se repusiese.<br />

Charny había oído, Charny había visto; pero no comprendía.<br />

Sin embargo, observó la palidez de Andrea y la confusión de María Antonieta.<br />

No debía preguntar a la reina; pero Andrea era su esposa y tenía derecho para<br />

interrogarla.<br />

Se acercó a ella, y con un tono del más amistoso interés, preguntó:<br />

—¿Qué ocurre, señora?<br />

—Nada, señor conde —contestó Andrea haciendo un esfuerzo.<br />

Charny se volvió entonces hacia la reina, que, a pesar de haberse acostumbrado<br />

mucho a situaciones equívocas, había tratado inútilmente ocho o diez veces de<br />

sonreír sin poder conseguirlo ni una sola.<br />

—Parece que dudáis de la abnegación del señor Gilberto —dijo a Andrea—.<br />

¿Tendríais algún motivo para sospechar de su fidelidad?<br />

Andrea no contestó.<br />

—Decid, señora, decid—insistió Charny.<br />

Y como Andrea se mantuviese siempre muda, añadió:<br />

—¡Oh! Hablad, señora, porque esa delicadeza sería censurable aquí. Pensad que<br />

se trata de la salvación de nuestros reyes.<br />

—Ya lo sé, caballero; pero no sé a qué propósito decís eso —replicó Andrea.<br />

—Habéis dicho, y yo lo he oído... Apelo, por lo demás, a la princesa —dijo<br />

Charny—, interrumpiéndose para saludar a la señora de Lamballe. Habéis dicho<br />

en son de queja: «¡Oh! Ese hombre vuestro amigo!...»

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