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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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maldiciones del anciano, como el cañón está cargado de pólvora y metralla, van a<br />

matar cuanto se les opone. En este momento, hombres, mujeres, ancianos y niños<br />

gritan libertad, emancipación. Contad todo lo que grita, señora; contad<br />

ochocientas mil almas en París.<br />

—Trescientos espartanos vencieron al ejército de Jerjes, señor de Charny.<br />

—Sí; pero hoy vuestros trescientos espartanos son ochocientos mil, y sólo<br />

cincuenta mil soldados componen el ejército de Jerjes.<br />

La reina se levantó con los puños crispados y el rostro encendido de cólera y de<br />

vergüenza.<br />

—¡Oh! Verme precipitada del trono —exclamó—; muera yo destrozada por esos<br />

quinientos mil parisienses; pero que no tenga el disgusto de oír hablar así a un<br />

Charny, a un partidario mío.<br />

—Si os hablo así, señora, es porque es indispensable, pues este Charny no tiene<br />

en sus venas una gota de sangre que no sea digna de sus abuelos y que no os<br />

pertenezca.<br />

—Entonces que marche sobre París conmigo y moriremos juntos.<br />

—Vergonzosamente; sin lucha posible —objetó el conde—. Ni siquiera<br />

pelearemos: desapareceremos como filisteos o amalecitas. ¡Marchar sobre París!<br />

Pero no sabéis una cosa, y es que, en el momento que entremos en París, las<br />

casas se desplomarán sobre nosotros como las olas del mar Rojo sobre Faraón, y<br />

dejaréis en Francia un nombre maldito, y vuestros hijos serán exterminados como<br />

lobeznos.<br />

—Pero ¿cómo debo caer, conde? —preguntó la reina con altivez—. Decídmelo.<br />

—Como víctima —contestó Charny respetuosamente—, como caer una reina,<br />

sonriendo y perdonando a los que la hieren. ¡Ah! Si dispusierais de quinientos<br />

mil hombres como yo, os diría: «Partamos, partamos esta noche, ahora mismo, y<br />

mañana reinaréis en las Tullerías; mañana habréis reconquistado vuestro reino».<br />

—Es decir, que ¿habéis desesperado, vos, en quien yo había cifrado mi última<br />

esperanza?<br />

—Sí: he desesperado porque toda Francia piensa como París; porque vuestro<br />

ejército, aunque venciera en París, sería deshecho en Lyon, Rouen, Lille,<br />

Strasburgo, Nantes y otras cien ciudades devoradoras. ¡Ea! ¡Animo, señora!<br />

Quédese la espada en la vaina.<br />

—Y ¿para eso he congregado en torno mío tantos hombres valientes? ¿Para eso<br />

les he inspirado denuedo?<br />

—Si no es ése vuestro parecer, mandad, y esta misma noche marcharemos sobre<br />

París. Mandad.<br />

Había tanta abnegación en esta oferta del conde que atemorizó a la reina más que<br />

si hubiera sido una negativa. Se dejó caer desesperada en un sofá, donde luchó<br />

largo tiempo con su orgullo.<br />

Por fin, levantando la cabeza, dijo: —Conde: ¿deseáis que permanezca inactiva?<br />

—Así tengo el honor de aconsejárselo a Vuestra Majestad.<br />

—Pues se hará. Volved.<br />

—¡Ah, señora! ¿Os he enojado? —preguntó el conde con una tristeza<br />

impregnada de indecible amor.<br />

—No: dadme la mano.

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