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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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Hacia la una de la madrugada entró en su casa con la primera presa, y esperaba<br />

obtener otra durante el resto del día.<br />

Se acostó, conservando en sí un resto tan amargo de aquel dolor que la víspera<br />

fatigó tanto sus piernas que no pudo dormir más de seis horas seguidas sobre<br />

aquel mísero colchón que el mismo propietario llamaba galleta.<br />

Pitou durmió desde la una hasta las siete de la mañana, y el sol le sorprendió<br />

durmiendo, con la ventana abierta. Por aquella ventana, treinta o cuarenta<br />

vecinos de Haramont miraban cómo dormía.<br />

Despertó lo mismo que Turena sobre su cureña, sonrió a sus compatriotas y<br />

preguntóles graciosamente por qué iban a visitarle tan de mañana y en tan<br />

considerable número.<br />

Uno de ellos tomó la palabra, y reproduciremos fielmente el diálogo que medió<br />

entre los dos: era un leñador llamado Claudio Tellier.<br />

—Ángel Pitou —dijo—, hemos reflexionado toda la noche: los ciudadanos<br />

deben, en efecto, como nos dijistes ayer, armarse para la libertad.<br />

—Sí lo he dicho —replicó Pitou, con un tono firme que indicaba que estaba<br />

dispuesto a sostener sus palabras.<br />

—Mas para armarnos nos falta lo principal.<br />

—¿El qué?<br />

—Armas.<br />

—¡Ah! Es cierto —dijo Pitou.<br />

—Sin embargo, hemos reflexionado lo suficiente para no perder el tiempo, y nos<br />

armaremos a toda costa.<br />

—Cuando yo me marché —dijo Pitou— había cinco armas de fuego en<br />

Haramont, tres fusiles de ordenanza, una escopeta de un tiro y otra de dos.<br />

—Pues ahora solamente hay cuatro —repuso el orador—, Porque una escopeta se<br />

inutilizó de puro vieja hace un mes.<br />

—Era la de Desirée Maniquet —dijo Pitou.<br />

—Sí, y por cierto que se me llevó dos dedos al reventar —dijo Maniqueta,<br />

elevando sobre la cabeza su mano mutilada—, y como el accidente me ocurrió en<br />

las tierras de ese aristócrata, de ese que llaman señor de Longpré, los aristócratas<br />

me pagarán el daño.<br />

Pitou inclinó la cabeza en señal de que aprobaba aquella justa venganza.<br />

—Tenemos, pues, cuatro armas de fuego solamente —continuó Claudio Tellier.<br />

—Pues bien: con eso se pueden armar ya cinco hombres —dijo Pitou.<br />

—¿Cómo?<br />

—Sí: el quinto llevará una pica, como se hace en París: por cada cuatro hombres<br />

armados de fusiles, siempre hay uno que tan sólo lleva una pica, y esto es muy<br />

cómodo, porque así se pueden llevar las cabezas cortadas.<br />

—¡Oh, oh! —dijo una voz alegremente—. Debe esperarle que nosotros no<br />

cortaremos cabezas.<br />

—No —dijo gravemente Pitou—. Con tal que sepamos despreciar el oro de los<br />

señores Pitt, padre e hijo. Pero volvamos a las armas de fuego, sin salir de la<br />

cuestión, como dice el señor Bailly. ¿Cuántos hombres hay en Haramont capaces<br />

de empuñar las armas? ¿Os habéis contado?<br />

—Sí.

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