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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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Los otros, que le habían quitado la corbata, rasgándole la ropa, le pasaron una<br />

cuerda al cuello.<br />

Y algunos, en fin, subidos en el reverbero, bajaban aquella cuerda para que sus<br />

compañeros la colocasen en el cuello del ex ministro.<br />

Durante un momento se elevó a Foulon a fuerza de brazos, y mostráronle así a la<br />

multitud, con la cuerda puesta y las manos atadas a la espalda.<br />

Después, cuando la muchedumbre hubo contemplado bien al paciente y<br />

aplaudido con frenesí, se hizo una señal, y Foulon, pálido y cubierto de sangre,<br />

fue izado a la altura del brazo de hierro del farol en medio de una silba más<br />

terrible que la muerte.<br />

Todos aquellos que aún no habían podido ver nada, divisaron entonces al<br />

enemigo público cerniéndose sobre la multitud.<br />

Nuevos gritos resonaron; pero esta vez contra los verdugos. ¿Había de morir tan<br />

pronto Foulon?<br />

Los verdugos se encogieron de hombros, limitándose a mostrar la cuerda.<br />

Esta última era vieja, y se podía ver cómo se deshilachaba poco a poco. Los<br />

desesperados movimientos de Foulon en su agonía acabaron de romper el hilo<br />

que la sujetaba; al fin se rompió, y Foulon, casi estrangulado, cayó en el suelo.<br />

Este no era más que el prólogo del suplicio; la víctima había penetrado tan sólo<br />

en el vestíbulo de la muerte.<br />

Todos se precipitaron hacia el paciente, pero estaban tranquilos porque no podía<br />

huir, pues al caer acababa de romperse una pierna por debajo de la rodilla.<br />

Y, sin embargo, oyéronse algunas imprecaciones, ininteligibles y calumniosas: se<br />

acusaba a los ejecutores, calificándolos de torpes a ellos, tan ingeniosos por el<br />

contrario; a ellos, que habían elegido la cuerda vieja y gastada con la esperanza<br />

de que se rompiese.<br />

Esperanza que se había realizado, como se acaba de ver.<br />

Se hizo un nudo en la cuerda, y la pasaron otra vez por el cuello del desgraciado,<br />

que, medio muerto, la mirada vaga y la voz ronca, buscaba a su alrededor, en<br />

aquella ciudad que se llama centro del universo civilizado, para ver si alguna de<br />

las bayonetas de aquel rey de quien había sido ministro, y que poseía cien mil,<br />

abriría brecha en aquella horda de caníbales.<br />

Pero en torno suyo no había más que odio, el insulto y la muerte.<br />

—¡Matadme al menos, sin hacerme sufrir tan atrozmente! —gritó Foulon,<br />

desesperado.<br />

—¡Hola! Y ¿por qué abreviaríamos tu suplicio a ti, que tanto has hecho durar el<br />

nuestro?<br />

—Y además —dijo otro—, aún no has tenido tiempo de digerir las ortigas.<br />

—¡Esperad, esperad! —gritó un tercero—. Ahora le traerán a su yerno Berthier,<br />

que aún queda sitio en el reverbero de enfrente.<br />

—Ya veremos qué muecas hacen el suegro y el yerno —añadió otro.<br />

—¡Rematadme, rematadme! —gritaba el desgraciado.<br />

Durante este tiempo, Bailly y Lafayette rogaban, suplicaban y gritaban, tratando<br />

de penetrar en aquella multitud; pero de repente Foulon se eleva otra vez en la<br />

extremidad de la cuerda, que de nuevo se rompe; y las súplicas de Bailly y de su

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