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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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—Sí, sí! —gritaron por todas partes voces de mujeres y de soldados—. Tiene<br />

mucha razón. ¡Entrad, entrad!<br />

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! —murmuró el director, tratando de coger las manos de<br />

Billot a través de la verja.<br />

—Y, sobre todo, guardad a Sebastián —añadió el labrador.<br />

—¡Guardarme a mí! Pues bien: ¡yo digo que no me guardarán! —exclamó el<br />

joven, lívido de cólera, agitándose entre las manos de los dependientes que se lo<br />

llevaban.<br />

—Dejadme entrar —dijo Billot—; yo me encargo de calmarle.<br />

La multitud se apartó, y el labrador, tirando de su compañero, penetró en el patio<br />

del colegio.<br />

Tres o cuatro guardias franceses y una docena de funcionarios guardaban ya las<br />

puertas, cerrando toda salida a los jóvenes insurgentes.<br />

Billot se fue derecho a Sebastián, y, tomando entre sus manos gruesas y callosas,<br />

las blancas y finas manos del muchacho, le preguntó:<br />

—¿No me reconoces, Sebastián?<br />

—No.<br />

—Soy Billot, arrendatario de tu padre.<br />

—Ya os reconozco, señor.<br />

—Y ese joven —continuó Billot, mostrando a su compañero—, ¿no le conoces?<br />

—Es Ángel Pitou —dijo el muchacho.<br />

—Sí, Sebastián —contestó el joven; yo soy.<br />

Y Pitou se precipitó, llorando de alegría, al cuello de su hermano de leche y de su<br />

compañero de estudios.<br />

—Y bien —dijo Sebastián sin cambiar de expresión—, ¿qué más hay?<br />

—Pues... quiero decirte que, si han cogido a tu padre, yo te le devolveré:<br />

entiéndelo bien.<br />

—¿Vos?<br />

—¡Sí, yo, yo! Y todos los que ves allí fuera. ¡Qué diablo! Ayer tuvimos que<br />

habérnoslas con los austriacos, y hemos visto sus cartucheras.<br />

—La prueba es que yo tengo una —dijo Pitou.<br />

—¿No es verdad que libraremos a su padre?—preguntó Billot dirigiéndose a la<br />

multitud.<br />

—¡Sí, sí, gritaron todos; le pondremos en libertad!<br />

Sebastián movió la cabeza.<br />

—Mi padre está en la Bastilla —dijo con expresión melancólica.<br />

—¿Y qué? —preguntó Billot.<br />

—¡Que no se toma la Bastilla! —contestó el niño.<br />

—Pues, entonces, ¿qué pensabas tú hacer si tienes esa convicción?<br />

—Quería ir al sitio; se batirán allí, y tal vez mi padre me hubiera visto a través de<br />

los barrotes de su ventana.<br />

—¡Imposible!<br />

—¡Imposible! Y ¿por qué no? Cierto día, paseándome con los compañeros de<br />

colegio, vi la cabeza de un prisionero. Si en su lugar hubiese visto a mi padre, le<br />

habría reconocido y gritado: «¡Puedes estar tranquilo, padre mío, que yo te<br />

amo!»

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