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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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Lambescq hizo una reverencia de modo que parecía pedir perdón a la vez por<br />

presentarse con las botas sucias, el traje lleno de polvo y el sable torcido en<br />

términos que no había podido entrar enteramente en la vaina.<br />

—¿Qué hay, señor de Lambescq? —preguntó la reina—. ¿Llegáis de París?<br />

—Sí, señora.<br />

—¿Qué hace el pueblo?<br />

—Mata y quema.<br />

—¿Por locura o por odio?<br />

—Por ferocidad.<br />

Quedóse la reina maditabunda como si estuviera dispuesta a participar de la<br />

opinión de su interlocutor acerca del pueblo, y luego, meneando la cabeza, dijo:<br />

—No, príncipe: el pueblo no es feroz, al menos sin motivo. No me ocultéis nada.<br />

¿Es delirio? ¿Es odio?<br />

—Pues bien, señora: creo que es un odio llevado hasta el delirio.<br />

—¿Odio a quién? Veo que volvéis a vacilar; pues os prevengo que si narráis de<br />

ese modo, en lugar de tomar informes de vos, como lo hago, enviaré uno de mis<br />

palafreneros a París; le bastará una hora para ir, otra para enterarse y otra para<br />

volver, y dentro de tres horas ese hombre me contará todos los acontecimientos,<br />

tan lisa y llanamente como un heraldo de Homero. Dreux-Brézé se acercó<br />

sonriendo.<br />

—Señora —dijo—, ¿qué os importa el odio del pueblo? El pueblo puede<br />

aborrecer a quien quiera que sea, excepto a su reina.<br />

María Antonieta ni siquiera se dio por entendida de la lisonja.<br />

—Vamos, vamos, príncipe —dijo al señor de Lambescq—, hablad.<br />

—Pues bien, sí, señora: el pueblo obra movido por el odio.<br />

—¿A mí?<br />

—A todo lo que le domina.<br />

—Enhorabuena: eso es decir la verdad —contestó resueltamente la reina.<br />

—Señora, soy soldado —dijo el príncipe.<br />

—Pues hablad como soldado. Decidme: ¿qué se debe hacer?<br />

—Nada.<br />

—¿Cómo nada? —exclamó la reina aprovechando el murmullo excitado por esta<br />

palabra en aquella reunión de cortesanos, de casacas bordadas y espadas de oro—<br />

. ¡Nada! ¿Y vos, príncipe lorenés, venís a decir eso a la reina de Francia en el<br />

momento en que el pueblo mata y quema, según confesáis? ¡Decís que no se<br />

debe hacer nada! Un nuevo murmullo, pero esta vez de aprobación, acogió las<br />

palabras de María Antonieta.<br />

Volvió ésta la cabeza, recorrió con la vista todo el círculo que la rodeaba, y entre<br />

todos aquellos ojos centelleantes buscó los que despedían más llamas, creyendo<br />

leer en ellos más fidelidad.<br />

—¡Nada! —repuso el príncipe—. Porque si dejamos al parisiense que se calme,<br />

se calmará, de seguro. No es belicoso sino cuando se le exaspera. ¿A qué<br />

concederle los honores de una lucha y correr los azares de un combate?<br />

Mantengámonos quietos y dentro de tres días ya no habrá nada en París.<br />

—Pero ¿y la Bastilla?

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