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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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semejante cosa. No: he venido a dar este consejo a mi rey porque creo que el<br />

consejo es bueno.<br />

La reina crispó los dedos sobre su seno con tal violencia, que casi rasgó la batista<br />

bajo su presión.<br />

El rey se encogió de hombros con un ligero movimiento de impaciencia.<br />

—¡Pero, por Dios! —exclamó—. ¡Escuchadle, señora, pues siempre estaremos a<br />

tiempo de contestar negativamente cuando le hayáis oído!<br />

—El rey tiene razón, señora —dijo Gilberto—, ya que no sabéis lo que tengo que<br />

decir a Vuestras Majestades. Creéis, señora, hallaros en medio de un ejército<br />

seguro, fiel y dispuesto a morir por sus reyes; pero esto es un error, pues entre los<br />

regimientos franceses, la mitad conspiran con los regeneradores en favor de la<br />

idea revolucionaria.<br />

—¡Caballero! —exclamó la reina—. Tened cuidado, pues insultáis al ejército.<br />

—Todo lo contrario, señora —repuso el doctor—, hago su elogio. Se puede<br />

respetar a la reina y consagrarse al rey sin perder el amor a la patria y<br />

favoreciendo su libertad.<br />

La reina fijó en Gilberto una mirada brillante como un relámpago.<br />

—Caballero —dijo—, ese lenguaje...<br />

—Sí, este lenguaje os ofende, señora, lo comprendo, pues, según toda<br />

probabilidad Vuestra Majestad le oye por primera vez.<br />

—Será necesario acostumbrarse —murmuró Luis XVI con el buen sentido<br />

resignado que constituía su fuerza principal.<br />

—¡Jamás! —exclamó María Antonieta—. ¡Jamás!<br />

—¡Veamos: escuchad, escuchad! —dijo el rey—. A mí me parece que el doctor<br />

tiene razón en lo que dice.<br />

La reina volvió a sentarse estremeciéndose.<br />

Gilberto continuó:<br />

—Decía, pues, señora, que he visto París, y que vos no habéis visto ni siquiera<br />

Versalles. ¿Sabéis lo que el pueblo quiere hacer en este momento?<br />

—No —dijo el rey con inquietud.<br />

—Supongo que no quiere tomar la Bastilla por segunda vez —dijo la reina con<br />

desdén.<br />

—Seguramente que no, señora —repuso Gilberto—, pero París sabe que hay otra<br />

fortaleza entre el pueblo y su rey, y se propone reunir los diputados de los<br />

cuarenta y ocho distritos que le componen para enviarlos a Versalles.<br />

—¡Que vengan, que vengan! —exclamó la reina con loca alegría—. ¡Oh! ¡Serán<br />

bien recibidos!<br />

—Esperad, señora —contestó Gilberto—, y advertid que esos diputados no<br />

vendrán solos.<br />

—¿Quién los acompañará?<br />

—Vendrán apoyados por veinte mil hombres de guardias nacionales.<br />

—¿De guardias nacionales? —preguntó la reina—. ¿Qué es eso?<br />

—¡Ah, señora! No habléis ligeramente de esta institución, pues algún día será<br />

una potencia que hará y deshará.<br />

—¡Veinte mil hombres! —exclamó el rey.

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