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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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formado parte del acompañamiento; habían salido a recibir al regimiento de<br />

Flandes; habían aceptado invitaciones para el banquete; pero, más ciudadanos<br />

que soldados, ellos fueron<br />

los que durante la orgía osaron hacer algunas observaciones que fueron desoídas.<br />

Pero al día siguiente estas observaciones eran una acusación, una censura.<br />

Cuando fueron al palacio para dar gracias a la reina, iban escoltados por una<br />

inmensa multitud.<br />

Y, atendida la gravedad de las circunstancias, la ceremonia tomó un carácter<br />

imponente.<br />

Se iba a ver por una y otra parte con quién era preciso habérselas.<br />

Todos aquellos soldados, todos aquellos oficiales comprometidos la víspera,<br />

queriendo saber hasta qué punto les apoyaría la reina en su imprudente<br />

demostración, habían buscado sitios enfrente de aquel pueblo escandalizado y<br />

escarnecido la víspera, deseosos de oír las primeras palabras oficiales que la reina<br />

pronunciara.<br />

El peso de toda la contrarrevolución estaba, pues, suspendido sobre la cabeza de<br />

María Antonieta.<br />

Sin embargo, aún podía declinar semejante responsabilidad, conjurando las<br />

desgracias.<br />

Pero la reina, altiva como los más orgullosos de su raza, paseaba su mirada clara,<br />

límpida y tranquila sobre los que la rodeaban, amigos y enemigos, y con voz<br />

sonora dijo a los oficiales de la guardia nacional:<br />

—Señores: estoy muy satisfecha de haberos dado las banderas. La nación y el<br />

ejército deben amar al rey, como nosotros amamos a la nación y al ejército. Me<br />

ha complacido el día de ayer.<br />

Al oír estas palabras, que la reina acentuó con su voz más firme, un sordo<br />

murmullo partió de la multitud, mientras que en las filas de los militares resonó<br />

un ruidoso aplauso.<br />

—Se nos apoya —exclamaron éstos.<br />

—Nos han vendido —dijo la multitud.<br />

¡Pobre reina! Aquella tarde fatal del 1 de octubre no era una sorpresa, y, por eso,<br />

desgraciada mujer, no lamentarás el día de ayer, ni te arrepentirás tampoco. ¡Muy<br />

lejos de arrepentirte, estás complacida!<br />

Charny, que se hallaba en un grupo, oyó, exhalando un profundo suspiro de<br />

dolor, aquella justificación, o, mejor dicho, aquella glorificación de la orgía de<br />

los guardias de corps.<br />

La reina, apartando su mirada de la multitud, la fijó en el joven para leer en la<br />

fisonomía de su amante la impresión que le había producido.<br />

—¿No es verdad que soy intrépida? —quería decir la reina.<br />

—¡Ay de mí! ¡Sois más loca que intrépida! —contestó la expresión contristada<br />

del conde.

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