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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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Y lo hicieron como lo habían resuelto, visto lo cual por los habitantes de<br />

Haramont, éstos comenzaron a apreciar a su compatriota en su justo valor.<br />

Justo es decir que ya estaba la tierra preparada para recibir la simiente: el primer<br />

pasaje de Pitou, por rápido que fuese, había dejado una huella en los ánimos; su<br />

casco y su sable estaban grabados en la memoria de aquellos que le habían visto<br />

en el estado de aparición luminosa.<br />

En su consecuencia, los habitantes de Haramont, viéndose favorecidos por este<br />

segundo regreso de Pitou, a quien no esperaban ya, rodeáronle con toda especie<br />

de muestras de consideración, rogándole que se despojara de su marcial atavío<br />

para descansar al pie de los cuatro tilos que sombreaban la plaza del pueblo,<br />

como se rogaba a Marte en Tesalia, en los aniversarios de sus grandes triunfos.<br />

Pitou se dignó acceder a lo que le pedían, con tanta más razón cuanto que su<br />

objeto era establecerse en Haramont; y aceptó el refugio de una habitación que<br />

un compatriota belicoso del pueblo le alquiló con todos los muebles necesarios,<br />

es decir, un catre de tablas con colchón, dos sillas, una mesa,y un jarro para el<br />

agua.<br />

El todo fue apreciado por el mismo propietario en seis libras anuales, o sea el<br />

valor de dos gallos con arroz.<br />

Hecho el trato, Pitou tomó posesión de su domicilio, pagando la bebida a todos<br />

cuantos le habían acompañado; y como los acontecimientos, no menos que la<br />

sidra, se le habían subido a la cabeza, les dirigió un discurso en el umbral de su<br />

puerta.<br />

Era un gran acontecimiento aquel discurso de Pitou, y así es que todo Haramont<br />

formó círculo alrededor de la casa.<br />

El mozo había aprendido un poco, conocía las formas de la oratoria, y no<br />

ignoraba las ocho palabras con que en aquella época los organizadores de<br />

naciones, como los llamaba Homero, ponían en movimiento a las masas<br />

populares.<br />

Del señor de Lafayette a Pitou había, sin duda, gran distancia; pero Haramont<br />

estaba también muy lejos de París.<br />

Moralmente hablando, por supuesto, Pitou comenzó por un exordio que no<br />

hubiera desagradado al mismo abate Fortier, por descontentadizo que fuese.<br />

—Ciudadanos —dijo—, conciudadanos: esta palabra es dulce de pronunciar,<br />

como ya lo manifesté a otros franceses, pues todos ellos son hermanos; pero aquí<br />

creo hablar a hermanos verdaderos, y encuentro toda una familia en mis<br />

compatriotas de Haramont.<br />

Las mujeres, de las cuales se contaban algunas en el auditorio, no eran las mejor<br />

dispuestas en favor de Pitou, porque éste conservaba las rodillas muy<br />

voluminosas y las piernas demasiado delgadas para tener atractivo alguno en el<br />

auditorio femenino. Al oír la palabra familia, pensaron en aquel pobre Pitou,<br />

pobre huérfano abandonado que desde la muerte de su madre no había podido<br />

nunca satisfacer del todo las necesidades de su estómago; y aquella palabra<br />

familia, pronunciada por el joven que carecía de ella, conmovió en algunas esa<br />

fibra tan sensible que constituye el depósito de las lágrimas.<br />

Terminado el exordio, Pitou comenzó la narración, segunda parte de su discurso.

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