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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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—Señora —continuó el doctor, moviendo la cabeza—, desde hace algún tiempo<br />

veo y estudio al pueblo, y puedo decir que éste, cuando asesina en tiempo de<br />

revolución, mata con sus manos, porque es en tal caso el tigre enfurecido, el león<br />

irritado. Estas dos fieras no se sirven de intermediario, de agente entre la fuerza y<br />

la víctima; matan por matar; derraman la sangre por puro gusto, y agrádales teñir<br />

en ella sus dientes y humedecer sus garras.<br />

—Sí, testigos de ello pudieron ser Foulon y Berthier. ¿No es verdad? Pero<br />

Flesselles fue muerto de un pistoletazo o, por lo menos, así lo he oído decir; mas,<br />

después de todo —continuó la reina con ironía—, tal vez no sea cierto. ¡Estamos<br />

tan rodeados de aduladores nosotros los reyes!<br />

Gilberto miró a su vez fijamente a María Antonieta.<br />

—¡Oh! —exclamó—. Seguramente no creéis, señora, que fue el pueblo quien le<br />

mató. En cuanto a ése, había muchas personas interesadas en que muriera.<br />

—En rigor, es posible —contestó la reina después de reflexionar un momento.<br />

—Pues entonces... —dijo el doctor, inclinándose como para preguntar a la reina<br />

si tenía alguna cosa más que hablar.<br />

—Comprendo, caballero —contestó la soberana, deteniendo al doctor con un<br />

ademán casi amistoso—. Como quiera que sea, me permitiré deciros que nunca<br />

salvaréis al rey tan positivamente con vuestra ciencia como le salvasteis tres días<br />

hace con vuestro pecho.<br />

Gilberto se inclinó por segunda vez; pero como viese que la reina no se movía,<br />

permaneció quieto.<br />

—Yo hubiera debido volver a veros, caballero —dijo María Antonieta después<br />

de una pausa.<br />

—Vuestra Majestad no me necesitaba ya —replicó el doctor.<br />

—Sois muy modesto.<br />

—Quisiera no serlo, señora.<br />

—¿Por qué?<br />

—Porque siendo menos modesto sería menos tímido, y, de consiguiente, más<br />

propio para servir a mis amigos o molestar a los enemigos.<br />

—¿Por qué decís «Mis amigos», y no «Mis enemigos»?<br />

—Porque yo no tengo enemigos, o, más bien, porque no quiero reconocerlos, al<br />

menos de mi parte.<br />

La reina miró con sorpresa al doctor.<br />

—Quiero decir —continuó Gilberto— que solamente los que me odian son mis<br />

enemigos, pero que yo no aborrezco a nadie.<br />

—¿Por qué?<br />

—Porque no amo a nadie tampoco.<br />

—¿Sois ambicioso, señor Gilberto?<br />

—Hubo un instante en que esperé llegar a serlo, señora.<br />

—Y...<br />

—Y esta pasión abortó en mi alma como todas las demás.<br />

—Pero aún os queda una —dijo la reina con una especie de finura irónica.<br />

—¡A mí, señora! Y ¿cuál puede ser, Dios mío?<br />

—El... patriotismo.<br />

Gilberto se inclinó.

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