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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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está en Versalles, y es preciso ir a buscar al rey y traerle a París: el pueblo lo<br />

quiere.<br />

Lafayette ve que le es forzoso pagar con su persona, necesidad ante la cual no<br />

retrocedió nunca.<br />

Baja a la plaza y quiere arengar al pueblo; pero los gritos de ¡A Versalles, a<br />

Versalles! ahogan su voz.<br />

De repente se oye un gran estrépito hacia la calle de la Vannerie: es Bailly, que a<br />

su vez se dirige a la Casa Ayuntamiento.<br />

A la vista del alcalde resuenan los gritos de «¡Pan, pan! ¡A Versalles, a<br />

Versalles!»<br />

Lafayette, a pie, y perdido en la multitud, comprende que las oleadas suben cada<br />

vez más y que acabarán por ahogarle.<br />

Atraviesa entre la multitud para llegar hasta su caballo, con un ardimiento<br />

semejante al del náufrago que corta las olas para cogerse a una roca.<br />

Le alcanza, al fin, monta y dirígese hacia el pórtico; pero el camino estaba<br />

obstruido completamente entre él y la Casa Ayuntamiento, interceptando el paso<br />

una muralla humana.<br />

—¡Pardiez, general! —gritan aquellos hombres—. Os quedaréis con nosotros.<br />

Y al mismo tiempo redoblan los gritos de «¡A Versalles, a Versalles!» Lafayette<br />

vacila: sin duda, yendo a Versalles podrá ser útil al rey; pero ¿podrá dominar<br />

toda aquella, multitud que le impele hacia ese punto? ¿Le será posible contener<br />

aquellas oleadas que le han hecho perder pie y contra las cuales reconoce que<br />

lucha él mismo para su propia salvación?<br />

De improviso un hombre baja por la escalera del pórtico, hiende la multitud<br />

llevando una carta, y maneja tan bien los pies y las manos, y en particular los<br />

codos, que llega hasta Lafayette.<br />

Aquel hombre es el infatigable Billot.<br />

—Tomad, general —dice—; es de parte de los Trescientos.<br />

Así se llamaba a los electores.<br />

Lafayette rasga el sello y trata de leer la carta en voz baja; pero veinte mil voces<br />

gritan:<br />

—¡La carta, la carta!<br />

Forzoso le es a Lafayette leerla en alta voz. Hace una señal para que se callen, y<br />

en el mismo instante, como por milagro, el silencio sigue al inmenso tumulto; de<br />

modo que, sin que se pierda una sola palabra, Lafayette lee lo siguiente:<br />

«Atendidas las circunstancias y el deseo del pueblo, y en vista de la declaración<br />

del señor comandante general de que es imposible rehusar, se autoriza al señor<br />

comandante, y hasta se le ordena, que se traslade a Versalles.<br />

»Cuatro comisarios del Ayuntamiento le acompañarán.»<br />

El pobre Lafayette no había declarado nada a los señores electores, a quienes no<br />

desagradaba dejarle una parte de la responsabilidad de los acontecimientos que<br />

iban a ocurrir; pero el pueblo creyó que había declarado realmente; y como esta<br />

declaración de su comandante general estaba en armonía con su deseo, gritó:<br />

—¡Viva Lafayette!<br />

Entonces el general, palideciendo, repitió a su vez:<br />

—¡A Versalles!

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