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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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—Sí, señor. Coged una mano de la condesa y preguntadle por qué me ha hecho<br />

prender —respondió Gilberto, como si a él solo le perteneciera el derecho de<br />

mando.<br />

Luis XVI, aturdido de aquella escena maravillosa, dio dos pasos atrás para<br />

convencerse de que no estaba él también dormido y de que lo que pasaba a su<br />

vista no era un sueño; luego, interesado como un matemático en la solución de un<br />

problema, se acercó a la condesa, a la cual cogió una mano.<br />

—Decid, condesa —preguntó—, ¿por qué habéis hecho prender al doctor<br />

Gilberto?<br />

Mas la condesa, a pesar de estar dormida, hizo un postrer esfuerzo, retiró su<br />

mano de la del rey y, llamando en su ayuda a todas sus fuerzas, contestó:<br />

—No, no diré una palabra.<br />

El rey miró a Gilberto como para preguntarle si prevalecería su voluntad o la de<br />

Andrea.<br />

Gilberto se sonrió.<br />

—¿No hablaréis? —dijo.<br />

Y con la vista fija en Andrea dormida, dio un paso hacia el sillón.<br />

Andrea se estremeció.<br />

—¿Que no hablaréis? —repitió, dando otro paso que redujo el intervalo que le<br />

separaba de la condesa.<br />

Andrea estiró todo su cuerpo con espantosa reacción.<br />

—¿Que no hablarás? —repitió con tercera vez y poniéndose junto a Andrea<br />

sobre cuya cabeza colocó su mano abierta.<br />

Andrea se retorció, presa de violentas convulsiones.<br />

—Cuidado, doctor —dijo Luis XVI—, vais a matarla.<br />

—No tengáis miedo, señor: solo me dirijo al alma; el alma lucha, pero cederá.<br />

Y, bajando la mano, añadió:<br />

—¡Habla!<br />

Andrea alargó los brazos e hizo un movimiento para respirar, como si estuviera<br />

bajo la presión de una máquina neumática.<br />

—¡Habla! —repitió Gilberto bajando otra vez la mano.<br />

Todos los músculos de la joven parecieron a punto de romperse. En sus labios<br />

apareció una franja de espuma, y un amago de epilepsia la hizo agitarse de pies a<br />

cabeza.<br />

—¡Doctor! ¡Doctor! —exclamó el rey—. Tened cuidado.<br />

Pero él, sin hacerle caso, bajó por tercera vez la mano y, tocando con la palma la<br />

parte superior de la cabeza de la condesa, dijo:<br />

—¡Habla! ¡Lo quiero!<br />

Andrea, al contacto de aquella mano, exhaló un suspiro y dejó caer los brazos; su<br />

cabeza, que estaba echada hacia atrás, cayó hacia adelante apoyándose sobre su<br />

pecho, y al través de sus párpados cerrados filtraron abundantes lágrimas.<br />

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró.<br />

—Enhorabuena que invoquéis a Dios. El que opera en nombre de Dios no le<br />

teme.<br />

—¡Oh! —exclamó la condesa—. ¡Os aborrezco!<br />

—Aborrecedme; pero hablad.

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