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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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de los hombres de Fontenoy, que daban ventajas a los ingleses, diciéndoles que<br />

hiciesen fuego los primeros!<br />

—Yo sé muy bien que no haría fuego —dijo una voz en las filas.<br />

—Ni yo, ni yo —repitieron otras ciento.<br />

—Pues, entonces, impedid a los otros que disparen contra el pueblo —dijo<br />

Billot—. Permitir que los alemanes nos asesinen es exactamente lo mismo que si<br />

nos matarais vosotros.<br />

—¡Los dragones, los dragones! —gritaron varias voces, al mismo tiempo que la<br />

multitud rechazada comenzaba a desbordarse en la plaza, huyendo por la calle de<br />

RichEliasu.<br />

Y se oía ya, aunque lejano aún, pero acercándose, el galope de una pesada<br />

caballería, que resonaba en el suelo.<br />

—¡A las armas, a las armas! —gritaban los fugitivos.<br />

—¡Mil rayos! —exclamó Billot, dejando en tierra el cuerpo del saboyano que<br />

aun llevaba encima—. Dadnos vuestras armas, si no queréis serviros de ellas.<br />

—¡Pues bien, mil rayos! Ya nos serviremos —dijo el soldado a quien Billot se<br />

había dirigido, arrancando de manos de éste su fusil, que el labrador había<br />

empuñado ya—. ¡Vamos, vamos; el cartucho a los dientes, y si los austriacos<br />

dicen alguna cosa a esta buena gente, ya veremos!<br />

—Sí, sí; veremos —gritaron los soldados, llevando la mano a sus cartucheras y el<br />

cartucho a la boca.<br />

—¡Oh! —exclamó Billot, golpeando el suelo con el pie—. Cuando pienso que no<br />

he traído mi carabina de caza; pero, sin duda, caerá alguno de esos bribones de<br />

austriacos y me apoderaré de su arma.<br />

—Entretanto —dijo una voz—, tomad esta carabina, que ya está cargada.<br />

Al mismo tiempo, un hombre desconocido deslizó el arma, que era magnífica, en<br />

manos de Billot.<br />

Precisamente en aquel momento los dragones desembocaban en la plaza,<br />

arrollando y distribuyendo sablazos sobre todo cuanto encontraban al paso.<br />

El oficial que mandaba los guardias franceses, se adelantó.<br />

—¡Hola, señores dragones! ¡Alto aquí, si os place!<br />

Bien fuera porque los dragones no oían, o porque no quisieran oír, o ya, en fin,<br />

por no serles posible refrenar los caballos en su violenta carrera, dieron media<br />

vuelta por la plaza y arrollaron a una mujer y un anciano, que desaparecieron<br />

bajo los cascos de los caballos.<br />

—¡Fuego, pues! —gritó Billot.<br />

El labrador estaba junto al oficial, y se pudo creer que éste era quien daba la<br />

orden; los guardias franceses se llevaron el fusil al hombro e hicieron un fuego<br />

tan nutrido, que los dragones se detuvieron de pronto.<br />

—¡Eh, señores guardias! —dijo un oficial alemán, avanzando al frente del<br />

escuadrón en desorden—. ¿Sabéis que estáis haciendo fuego contra nosotros?<br />

—¡Pardiez! —exclamó Billot—. ¡Ya lo creo que lo sabemos!<br />

Al pronunciar estas palabras hizo fuego sobre el oficial, que cayó.<br />

Entonces los guardias franceses hicieron una segunda descarga, y los alemanes,<br />

viendo que esta vez tenían que habérselas, no ya con ciudadanos que huían al<br />

primer sablazo, sino con soldados que les aguardaban a pie firme, volvieron

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