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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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—Hablo como buen francés. Digo que, como Su Majestad no nos ha dado<br />

ninguna orden... Digo que, como el señor preboste de los mercaderes nos ha<br />

dirigido una proposición muy aceptable, cual era la de admitir cien hombres de<br />

milicia ciudadana en la fortaleza, podéis aceptar la proposición del señor de<br />

Flesselles para evitar los males que preveo.<br />

—Según veo, en vuestro concepto, el poder que representa la villa de París es<br />

una autoridad a la que debemos obediencia.<br />

—A falta de la autoridad directa de Su Majestad, sí: tal es mi parecer.<br />

—Pues bien —dijo llevándose al mayor a un rincón del patio—, leed, señor de<br />

Losme.<br />

Y le presentó un pedazo de papel.<br />

El mayor leyó en él estas palabras:<br />

«Manteneos firme: entretengo a los parisienses con escarapelas y promesas.<br />

Antes del anochecer, de Bezenval os enviará refuerzos.<br />

DE FLESSELLES.»<br />

—¿Cómo ha llegado a vuestras manos este billete? —preguntó el mayor.<br />

—Dentro de la carta que me han traído los parlamentarios. Creían entregarme la<br />

invitación para que rindiera la Bastilla, y me entregaban la orden de defenderla.<br />

El mayor bajó la cabeza.<br />

—Id a vuestro puesto —le dijo de Launay—, y no os separéis de él hasta que os<br />

mande llamar. El señor de Losme obedeció.<br />

Launay dobló con frialdad la carta, se la metió en el bolsillo y volvió a ponerse al<br />

frente de sus artilleros, encargándoles que apuntaran bajo y bien.<br />

Los artilleros obedecieron como había obedecido el señor de Losme.<br />

Pero ya estaba decidida la suerte de la Bastilla, y ningún poder humano era capaz<br />

de contrarrestarla.<br />

A cada cañonazo, el pueblo respondía ¡«¡Queremos la Bastilla!»<br />

Y mientras las voces pedían, los brazos obraban. Entre las voces que más<br />

enérgicamente pedían, entre los brazos que obraban con mayor eficacia,<br />

figuraban las voces y los brazos de Pitou y de Billot.<br />

Sólo que cada cual se portaba según su naturaleza. Billot, valeroso y confiado, a<br />

la manera del dogo, avanzaba cada vez más, despreciando las balas y la metralla.<br />

Pitou, prudente y circunspecto como el zorro, dotado en alto grado del instinto de<br />

conservación, ponía en juego todas sus facultades para conocer el peligro y<br />

esquivarlo.<br />

Conocía cuáles eran las troneras más peligrosas y distinguía el imperceptible<br />

movimiento de las armas que iban a descargarse. Había acabado por adivinar el<br />

momento preciso en que la batería iba a disparar al través del puente levadizo.<br />

Entonces, después de ponerse en acción sus ojos, ponía en acción sus miembros.<br />

Achicaba los hombros, hundíasele el pecho, y todo su cuerpo no presentaba más<br />

superficie que una tabla vista de canto.<br />

En aquellos momentos no quedaba de Pitou, del gordinflón Pitou, porque lo<br />

único que tenía flaco eran las piernas, no quedaba más, decimos, que una arista<br />

parecida a la línea geométrica, sin latitud ni profundidad.

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