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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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Y, cediendo a un movimiento de alegría, movimiento poco digno de un alma tan<br />

hermosa, replicó:<br />

—¿Conque el señor Pitou se burlaba de nosotras, estaba orgulloso de su nueva<br />

posición y tenía a menos hablar con los pobres aldeanos desde que es oficial?<br />

Pitou se resintió: tan gran sacrificio como el suyo, aunque disimulado, exige casi<br />

siempre recompensa, y como Catalina, por el contrario, parecía reprender y<br />

hacerle burla, sin duda por comparación con Isidoro de Charny, todas las buenas<br />

disposiciones de Pitou se desvanecieron. El amor propio es una víbora dormida<br />

que nunca es prudente pisar, a menos de aplastarla con el pie.<br />

—Señorita —replicó—, me parece que más que erais vos quien se burlaba de mí.<br />

—¿Por qué?<br />

—En primer lugar, me despedisteis de la granja rehusándome trabajo. ¡Oh! No le<br />

he dicho nada al señor Billot, a Dios gracias: tengo brazos y un corazón al<br />

servicio de mis necesidades.<br />

—Os aseguro, señor Pitou...<br />

—Basta, señorita: vos sois dueña de vuestras acciones, y podíais despedirme;<br />

pero ya que fuisteis al pabellón de Charny, y que yo estaba allí, y que me habéis<br />

visto, a vos correspondía hablarme, en vez de huir, como la que ha robado<br />

manzanas.<br />

La víbora había mordido. Catalina cayó desde lo alto de su tranquilidad.<br />

—¿Huir? —dijo—. ¿Yo huía?<br />

—Como si se hubiese incendiado la granja, señorita; apenas había tenido yo<br />

tiempo para cerrar el libro, cuando ya habíais saltado sobre ese pobre Cadet,<br />

oculto entre el follaje, donde devoró toda la corteza de un fresno, por lo cual se<br />

perderá el árbol.<br />

—¡Un árbol perdido! ¿Qué me decís, señor Pitou? —balbuceó Catalina, a quien<br />

abandonaba todo su aplomo.<br />

—Es muy natural —continuó Pitou—. Mientras que vos buscabais la hierba,<br />

Cadet mordía la corteza del árbol, y en una hora el caballo devora mucho.<br />

—¡En una hora! —exclamó Catalina.<br />

—Es imposible, señorita, que un caballo despoje de tal modo un árbol como ése<br />

en menos tiempo. Debéis haber cogido hierba para tantas heridas como las que se<br />

infirieron en la plaza de la Bastilla: la favacrasa es una famosa planta para las<br />

cataplasmas.<br />

Catalina, muy pálida y confundida, no supo qué decir.<br />

Pitou se calló a su vez, pues había dicho bastante.<br />

La madre Billot, detenida en una encrucijada, se disponía a despedirse de sus<br />

compañeras.<br />

Pitou, que estaba en un suplicio, porque acababa de inferir una herida cuyo dolor<br />

sentía él mismo, balanceábase alternativamente sobre una y otra pierna, como el<br />

ave que quiere volar.<br />

—Vamos, ¿qué dice el oficial? —gritó la señora Billot.<br />

—Dice que se dispone a daros las buenas tardes —con testó Pitou.<br />

—Aún no, quedaos un poco —dijo Catalina con acento casi desesperado.<br />

—¡Pues buenas tardes! —dijo la madre Billot. ¿Vienes tú, Catalina?<br />

—¡Oh! Decidme la verdad —murmuró la joven.

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