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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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Pitou se encargó de lo demás.<br />

Se pasó por el parque para no cruzar la ciudad, a fin de evitar el escándalo, y<br />

porque, además, era el camino más corto.<br />

Este camino ofrecía también la ventaja de evitar toda probabilidad de un<br />

encuentro de los tres oficiales con partidarios de ideas contrarias a las suyas.<br />

Pitou no temía la lucha, y el fusil que había elegido para el caso de que la<br />

hubiese, daría fe de su valor; pero Pitou era ya hombre de reflexión, y desde que<br />

pensaba había notado que, si un fusil era buen expediente para la defensa de un<br />

hombre, muchos podrían ser cosa perjudicial.<br />

Nuestros tres héroes, cargados con aquellos despojos ópimos, atravesaron el<br />

parque a la carrera, llegando después a una encrucijada, donde se proponían<br />

detenerse. Agobiados por una gloriosa fatiga, y sudando a mares, llevaron a casa<br />

de Pitou el precioso depósito que la patria acababa de confiarles, tal vez un poco<br />

ciegamente.<br />

Hubo reunión de la guardia nacional aquella misma noche, y el comandante Pitou<br />

entregó un fusil a cada soldado, diciéndoles, como las madres espartanas a sus<br />

hijos, refiriéndose al escudo:<br />

—«Con él o debajo de él.»<br />

Entonces hubo en aquel pequeño distrito, así transformado por el genio de Pitou,<br />

una efervescencia semejante a la del hormiguero en día de terremoto.<br />

La alegría de poseer un fusil entre aquellos hombres, cazadores furtivos por<br />

excelencia, a quienes la opresión de los guardas hacía enloquecer por la caza, fue<br />

tanta que consideraron a Pitou como un dios de la tierra.<br />

Se olvidaron sus largas piernas y descomunales brazos, sus abultadas rodillas, su<br />

enorme cabeza y hasta sus grotescos antecedentes, y fue, y siguió siendo, el<br />

genio tutelar del país durante todo el tiempo que el rubio Febo estuvo visitando a<br />

la bella Anfitrite.<br />

El día siguiente fue empleado por los entusiastas en manejar y limpiar las armas<br />

como inteligentes: los unos, contentos al ver que la batería se hallaba en buen<br />

estado; los otros, pensando en reparar la desigualdad de la suerte si les habían<br />

dado un arma de calidad inferior.<br />

Dorante este tiempo, Pitou, retirado en su aposento, como el gran Agamenón en<br />

su tienda, pensaba, fatigándose el cerebro; mientras que sus hombres se<br />

desollaban las manos limpiando sus fusiles.<br />

—¿En qué pensaba Pitou? —se preguntará el lector a quien le sea simpático<br />

aquel genio naciente.<br />

Pitou, convertido en pastor de los pueblos, pensaba en la nulidad de las grandezas<br />

de este mundo.<br />

En efecto, había llegado el instante en que, de todo aquel edificio apenas elevado,<br />

nada iba a quedar en pie.<br />

Los fusiles se habían entregado la víspera, empleándose el día siguiente en<br />

ponerlos en orden; mañana sería necesario enseñar el ejercicio a sus soldados, y<br />

Pitou no conocía la primera voz de mando de la carga en doce tiempos.<br />

Pitou había cargado siempre su fusil sin contarlos y como había podido.<br />

En cuanto a la maniobra, se hallaba en peor caso.

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