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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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compone hieren el aire y vibran en mi oído. Pues bien: si eso existe, oculto a<br />

todos, no olvidéis que tenéis ante todos, que tenéis públicamente para los demás<br />

y también para vos mismo, una mujer joven y bella a la que prodigáis cuidados y<br />

atenciones; una mujer que se apoya en vuestro brazo, y que, al apoyarse en<br />

vuestro brazo, se apoya al mismo tiempo en vuestro corazón.<br />

Oliverio frunció el entrecejo, y las líneas tan puras de su rostro se alteraron un<br />

instante.<br />

—¿Qué pedís?, señora —dijo—. ¿Que aleje de mí a la condesa de Charny?<br />

¡Calláis! Luego ¿es eso? Pues bien: estoy pronto a obedecer esa orden; pero,<br />

según sabéis, está sola en el mundo. Es huérfana; su padre, el barón de Taverney,<br />

murió el año pasado cual digno caballero del tiempo antiguo que no quiere ver lo<br />

que pasa en el nuestro. También sabéis que su hermano Felipe se presenta,<br />

cuando más, una vez al año: viene a abrazar a su hermana, a saludar a Vuestra<br />

Majestad y se ausenta sin que nadie sepa qué es de él.<br />

—Sí, sé todo eso.<br />

—Reflexionad, señora, que si yo muriese, esa condesa de Charny podría tomar<br />

de nuevo su nombre de soltera sin que el más puro de los ángeles del Señor<br />

sorprendiera en sus sueños, en su pensamiento, una palabra, un nombre, un<br />

recuerdo de mujer.<br />

—Sí, sí —dijo la reina—, sé que vuestra Andrea es un ángel en la tierra y que<br />

merece ser amada. Por esto pienso que el porvenir es suyo, mientras que a mí se<br />

me escapa. ¡Oh! ¡No, no conde, no hablemos más de ello, por favor! No os hablo<br />

como reina, perdonadme; me he olvidado de mí misma; pero ¿qué queréis?...<br />

Hay en mi alma una voz que entona siempre cantos a la dicha, al júbilo, al amor,<br />

junto a esas siniestras voces que murmuran desgracias, guerras, muertes. Es la<br />

voz de mi juventud a la que sobrevivo. Charny, perdonadme: ya no seré joven, ya<br />

no sonreiré, ya no amaré.<br />

Y la dolorida dama apoyó sus ojos ardientes en sus manos flacas de afilados<br />

dedos, y entre estos se deslizó una lágrima de reina, un diamante.<br />

El conde se postró de hinojos otra vez.<br />

—Señora —dijo—, por favor, mandadme que me aleje, que huya de vos, que<br />

muera; pero no permitáis que os vea llorar.<br />

Y el mismo conde estaba a punto de sollozar al decir estas palabras.<br />

—Esto ha concluido —dijo María Antonieta levantándose y moviendo la cabeza<br />

con graciosa sonrisa.<br />

Y con un ademán encantador echó atrás sus cabellos empolvados, que se habían<br />

desenrrollado sobre su cuello de blancura de cisne.<br />

—Sí, sí: esto ha acabado —continuó la reina—. No os afligiré más: demos tregua<br />

a esas locuras. ¡Dios mío! Es extraño que la mujer sea tan débil cuando la reina<br />

necesita ser tan fuerte. Decís que venís de París. Pues hablemos. Me habéis dicho<br />

cosas que he olvidado. Lo que allí sucede es muy serio: ¿verdad señor de<br />

Charny?. Ocupémonos en eso, ya que así lo queréis, porque, según "acabáis" de<br />

decir, lo que allí sucede es muy serio. Sí, vengo de París, y he presenciado la<br />

ruina del trono.<br />

—Razón tenía yo en volver a las cosas serias, porque me las decís con alguna<br />

exageración. Calificáis de ruina del trono un motín triunfante. Porque el pueblo

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