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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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—Es justo en el fondo —contestó el rey—. ¡Ya veremos!<br />

Los señores de Beauvau y de Villeroy salieron para ocupar su puesto en las filas<br />

y dar órdenes.<br />

Las diez daban en Versalles.<br />

—Vamos —dijo el rey—, trabajaré mañana: esta buena gente no debe esperar.<br />

Y se levantó.<br />

María Antonieta, con los brazos abiertos, acercóse para estrechar a su esposo,<br />

mientras que los niños se colgaron llorosos del cuello de su padre, que, muy<br />

enternecido, trató de sustraerse suavemente a su presión: quería ocultar el<br />

sentimiento, que no hubiera tardado en desbordarse.<br />

La reina detenía a todos los oficiales, cogiendo al uno por el brazo y al otro por<br />

su espada.<br />

—¡Señores, señores! —decía.<br />

Y aquella elocuente exclamación les recomendaba al rey, que acababa de bajar.<br />

Todos pusieron la mano sobre su corazón y su espada.<br />

La reina les dio gracias con una sonrisa.<br />

Gilberto se hallaba entre los últimos.<br />

—¡Caballero —le dijo la reina—, vos sois quien ha aconsejado esta marcha al<br />

rey! ¡Vos quien le ha decidido, a pesar de mis súplicas! ¡Pensad, caballero, que<br />

incurrís en una temible responsabilidad ante la esposa y ante la madre!<br />

—No lo ignoro, señora —contestó fríamente Gilberto.<br />

—¡Y me traeréis el rey sano y salvo, caballero! —dijo la reina con solemne<br />

ademán.<br />

—Sí, señora.<br />

—¡Pensad que me respondéis de él con vuestra cabeza!<br />

Gilberto se inclinó.<br />

—¡Reflexionadlo bien, con vuestra cabeza! —repitió María Antonieta con el<br />

tono de amenaza y la despiadada autoridad de una reina absoluta.<br />

—Con mi cabeza —dijo el doctor inclinándose—, sí, señora, y consideraría esta<br />

prenda como de poco valor si creyese al rey amenazado; pero lo he dicho, señora,<br />

a un triunfo es a lo que conduzco hoy a Su Majestad.<br />

—Quiero noticias de hora en hora —añadió la reina.<br />

—Las tendréis, señora: os lo juro.<br />

—Marchad ahora, caballero. Oigo los tambores, y, sin duda, el rey se pone ya en<br />

marcha.<br />

Gilberto se inclinó, y, desapareciendo por la escalera principal, encontróse con<br />

un ayudante de campo del cuarto del rey, que le buscaba de parte de Su Majestad.<br />

Se le hizo subir a una carroza perteneciente al señor de Beauvau, pues el gran<br />

maestre de ceremonias no había querido que se colocase en una de las del rey a<br />

causa de no haber hecho aún méritos para ello.<br />

Gilberto sonrió al verse solo en aquella carroza blasonada, pues el señor de<br />

Beauvau hacía caracolear su caballo junto a la portezuela del coche real.<br />

Después le ocurrió que era ridículo en él ocuparse así en un coche con corona y<br />

blasón.

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