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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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casacón verde y de sus zapatos enrojecidos, sacó el folleto de la faltriquera y<br />

comenzó a leer.<br />

No nos atreveríamos a decir que los principios de esta lectura terminaron sin que<br />

los ojos de Pitou se apartasen de vez en cuando del libro, para mirar a la ventana;<br />

pero como ésta no presentaba ningún busto de joven en su marco de capuchinas y<br />

enredaderas, los ojos de Pitou acabaron por fijarse invariablemente en el libro.<br />

Pero también es verdad que, como su mano se descuidaba en volver las hojas, y<br />

que, cuando más profunda era su atención, menos se movía su mano, se podía<br />

creer que su pensamiento estaba en otra parte y que meditaba en vez de leer. De<br />

improviso, parecióle a Pitou que una sombra se proyectaba sobre las páginas del<br />

folleto, iluminadas hasta entonces por el sol matinal; esta sombra, demasiado<br />

densa para ser la de una nube, no podía producirse, pues, sino por un cuerpo<br />

opaco; y como hay cuerpos opacos encantadores que agrada mucho mirar, Pitou<br />

se volvió vivamente para ver cuál era el que le interceptaba el paso de los rayos<br />

del sol.<br />

Pitou se había engañado: era, efectivamente, un cuerpo opaco el que le robaba,<br />

aquella parte de luz y de calor que Diógenes reclamaba de Alejandro; pero aquel<br />

cuerpo opaco, en vez de ser encantador, presentaba, por el contrario, un aspecto<br />

bastante desagradable.<br />

Era el de un hombre de cuarenta y cinco años, más alto y más delgado aún que<br />

Pitou, vistiendo un traje casi tan raído como el suyo, y que, inclinando la cabeza<br />

sobre el hombro del joven, parecía leer con tanta curiosidad, como profunda era<br />

la distracción de Pitou.<br />

Ángel quedó muy asombrado: en los labios del hombre negro se deslizó una<br />

sonrisa, y dejando ver una boca en la cual no quedaban más que cuatro dientes,<br />

dos arriba y dos abajo, que se cruzaban como los colmillos de un jabalí, murmuró<br />

con voz gangosa:<br />

—Edición americana, en octavo: «De la Independencia del hombre y de la<br />

Libertad de las Naciones». — Boston, año 1788.<br />

A medida que el hombre negro hablaba, Pitou abría los ojos con un asombro<br />

progresivo; de modo que, cuando aquel hombre dejó de hablar, los ojos de Pitou<br />

habían alcanzado el mayor desarrollo posible.<br />

—Boston, mil setecientos ochenta y ocho; eso es, caballero —repitió el joven.<br />

—Es el tratado del doctor Gilberto —dijo el hombre negro.<br />

—Sí, señor —contestó Pitou cortésmente.<br />

Y se levantó, porque había oído decir siempre que era de poca educación hablar<br />

sentado a un superior, y en el pensamiento de Pitou, candido aún, todo hombre<br />

tenía derecho para reclamar superioridad sobre él.<br />

Pero, al levantarse, Pitou vio alguna cosa sonrosada y movible hacia la ventana:<br />

era la señorita Catalina, que le hacía señas singulares, mirándole de una manera<br />

extraña.<br />

—Caballero —dijo el hombre negro, que teniendo la espalda vuelta a la ventana<br />

no había podido ver lo que sucedía, sin que sea indiscreción ¿se puede saber a<br />

quién pertenece este libro?<br />

Y señalaba con el dedo, pero sin tocar, el folleto que Pitou tenía entre las manos.

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