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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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—¿Creéis —preguntó la reina—, que en un combate trabado en esas condiciones,<br />

dos hombres del pueblo valgan más que uno de mis soldados?<br />

Charny calló.<br />

—Contestad: ¿lo creéis? —preguntó la reina con impaciencia.<br />

—Señora —respondió, por fin, el conde, saliendo ya de la respetuosa reserva en<br />

que se había encerrado—: en un campo de batalla donde se presentaran esos cien<br />

mil hombres aislados, indisciplinados y mal armados como están, vuestros<br />

cincuenta mil soldados los derrotarían en media hora.<br />

—Luego tengo razón —dijo la reina.<br />

—Aguardad. Pero no sucede tal como os lo figuráis, y, ante todo, los sublevados<br />

de París que suponéis cien mil son quinientos mil.<br />

—¿Quinientos mil?<br />

—O poco menos. En vuestro cálculo no habéis contado las mujeres y los niños.<br />

¡Oh reina de Francia! ¡Oh mujer animosa y arrogante! Contadlas por otros tantos<br />

hombres: día llegará en que esas mujeres de París os obliguen a tenerlas por otros<br />

tantos demonios.<br />

—¿Qué queréis decir, conde?<br />

—¿Sabéis cuál es el papel que desempeña la mujer en nuestras guerras civiles?<br />

No. Pues bien: voy a decíroslo, y veréis que no bastan dos soldados contra una<br />

mujer.<br />

—Pero ¿estáis loco?<br />

Charny sonrió tristemente.<br />

—¿Las habéis visto en la Bastilla —preguntó—, arrostrando el fuego, en medio<br />

de las balas, llamando a las armas, amenazando con el puño a vuestros suizos,<br />

echando maldiciones sobre el cadáver de los muertos con esa voz que exaspera a<br />

los vivos? ¿Las habéis visto hirviendo pez, empujando cañones, distribuyendo<br />

cartuchos a los combatientes enardecidos, y un beso y un cartucho a los<br />

combatientes tímidos? ¿Sabéis que por el puente levadizo de la Bastilla han<br />

pasado tantas mujeres como hombres, y que a esta hora, si las piedras de la<br />

Bastilla se derrumban, es porque las mujeres manejan la piqueta? ¡Ah, señora!<br />

Contad las mujeres de París, contadlas; contad también los niños que funden<br />

balas, que afilan sables, que arrojan un adoquín desde un sexto piso; contadlos,<br />

porque la bala fundida por un niño irá a matar desde lejos a vuestro mejor<br />

general; porque el sable que habrá afilado desjarreterá a vuestros mejores<br />

caballos de guerra, porque esa piedra ciega que caerá del cielo aplastará a<br />

vuestros dragones y a vuestros guardias. Contad los viejos, señora, porque, si<br />

ya no tienen fuerza para esgrimir una espada, la tienen aún para servir de escudo.<br />

En la Bastilla había ancianos; y ¿sabéis lo que hacían esos ancianos que no<br />

contáis? Pues se ponían delante de los jóvenes que apoyaban los fusiles en su<br />

hombro; de suerte que la bala de vuestros suizos mataba al anciano impotente,<br />

cuyo cuerpo servía de antemural al hombre útil. Contad los ancianos, porque,<br />

desde hace trescientos años, ellos son los que refieren a las generaciones que se<br />

van sucediendo las afrentas sufridas por sus madres, la penuria de sus campiñas<br />

devastadas por las piezas de caza del noble; la vergüenza de su casta abrumada<br />

por los privilegios feudales, y entonces los hijos empuñan el hacha, la maza, el<br />

fusil, todo cuanto encuentran a mano, e, instrumentos cargados de las

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