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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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igualdad. No se necesitó más: oyéronse nutridos aplausos, y resonaron los gritos<br />

de ¡viva el doctor Gilberto! Se había leído la tercera parte del folleto, poco más o<br />

menos, y se acordó terminar la lectura en tres domingos.<br />

Los oyentes fueron invitados a reunirse el primar domingo, y cada cual prometió<br />

asistir.<br />

Pitou había leído muy bien: nada entusiasma tanto como el buen éxito; el lector<br />

había recibido su parte de los aplausos dirigidos a la obra, y, bajo la influencia de<br />

aquella ciencia relativa, el mismo Billot sintió nacer en sí cierta consideración al<br />

discípulo del abate Fortier. Pitou, más grande ya de lo que era regular, por su<br />

físico, había crecido moralmente diez palmos.<br />

Solamente le faltaba una cosa: que la señorita Catalina hubiese presenciado su<br />

triunfo.<br />

Pero el padre Billot, encantado por el efecto que había producido el folleto del<br />

doctor, se apresuró a dar cuenta del éxito a su mujer y a su hija. La señora Billot<br />

no contestó nada, porque era una mujer de cortos alcances; pero Catalina sonrió<br />

tristemente.<br />

—Y bien; ¿qué tienes ahora? —preguntó el labrador.<br />

—¡Padre mío, padre mío! —dijo Catalina—, temo que os comprometáis.<br />

—¡Vamos, no vengas a ser ahora el ave de mal agüero! Te prevengo que prefiero<br />

la alondra al búho.<br />

—Padre mío, me han dicho ya que os avise que se tenía la vista fija en vuestra<br />

conducta. —Y ¿quién te ha dicho eso?<br />

—Un amigo.<br />

—¿Un amigo? Tu consejo merece gracias; pero vas a decirme ahora mismo el<br />

nombre de ese amigo. ¿Quién es? Veamos.<br />

—Un hombre que debe estar bien informado.<br />

—Pero dime quién es.<br />

—El señor Isidoro de Charny.<br />

—Y ¿por qué se mezcla en esto ese lechuguino, y se atreve a darme consejos<br />

sobre mi manera de pensar? ¿Se los doy yo acaso acerca de su modo de vestir?<br />

Me parece que tanto habría que decir del uno como del otro.<br />

—Padre mío, yo no le digo eso para enojarle. El consejo se ha dado con la mejor<br />

intención.<br />

—Pues bien: yo le daré otro, y puedes trasmitírselo de mi parte.<br />

—¿Cuál?<br />

—Advertirle a él y a sus cofrades que deben cuidarse de sí propios, porque en la<br />

Asamblea Nacional sacuden de lo lindo a los señores nobles, y más de una vez se<br />

ha tratado de los favoritos y de las favoritas. Aviso a su hermano el señor<br />

Oliverio de Charny, que está allá abajo, y que, según dicen, no se halla en mal<br />

lugar con la austriaca. —Padre mío —dijo Catalina—, tenéis más experiencia<br />

que nosotros: haced lo que os plazca.<br />

—En efecto —murmuró Pitou, a quien su buen éxito llenaba de confianza—,<br />

¿por qué se mezcla en esto el señor Isidoro de Charny?<br />

Catalina no oyó, o aparentó no oír, y la conversación quedó en esto.<br />

La comida se sirvió como de costumbre, pero ninguna le había parecido a Pitou<br />

tan larga. Le urgía dejarse ver con su nuevo esplendor, llevando a Catalina del

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