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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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que ya no pusieron en duda las hazañas de Pitou al verle arrostrar tan<br />

temerariamente la cólera de la solterona.<br />

El interior de la casa seguía siendo el mismo que antes de abandonarla Pitou. El<br />

famoso sillón de cuero ocupaba orgullosamente el centro de la habitación; dos o<br />

tres sillas estropeadas y cojas servían de acompañamiento al macizo sillón; en el<br />

fondo se hallaba la alacena; a la derecha la mesa, y a la izquierda la chimenea.<br />

Pitou entró en la casa con benévola sonrisa; nada tenía que decir contra aquellos<br />

pobres muebles, y, lejos de ello, debía considerarlos como amigos de la infancia.<br />

Cierto que eran casi tan duros como la tía Angélica; pero al abrirlos se<br />

encontraba en ellos, por lo menos, alguna cosa buena, en tanto que si se hubiera<br />

abierto a la tía Angélica se habría encontrado seguramente el interior aún más<br />

seco y más malo que el exterior.<br />

Pitou dio en el instante mismo una prueba de lo que decimos a las personas que<br />

le seguían, y que, viendo lo que pasaba, miraban desde afuera con la curiosidad<br />

de saber qué sucedería al volver la tía Angélica.<br />

Era fácil de ver, por lo demás, que aquellas personas miraban a Pitou con la<br />

mayor simpatía.<br />

Hemos dicho que Pitou tenía hambre, hasta el punto de que se hubiera podido<br />

notar la alteración de sus facciones.<br />

Así es que, sin detenerse ni un instante, se fue derecho a la alacena.<br />

En otro tiempo, y decimos en otro tiempo, aunque apenas hayan transcurrido tres<br />

semanas desde la marcha de Pitou, porque, a nuestro modo de ver, el tiempo no<br />

se mide por la duración, sino por los sucesos; ocurridos en otro tiempo,<br />

repetimos, Pitou, a menos de ser impulsado por el ángel malo o por un hambre<br />

irresistible, poderes infernales que se asemejan mucho, se hubiera sentado en el<br />

umbral de la puerta cerrada, habría esperado humildemente la vuelta de su tía<br />

Angélica, y así que hubiese vuelto la hubiera saludado con una dulce sonrisa,<br />

apartándose luego a un lado para dejarla pasar.<br />

Una vez dentro su tía, habría entrado a su vez, presentándole enseguida el pan y<br />

el cuchillo para que le diese su ración, y, después de cortado aquél, hubiera<br />

dirigido una mirada de codicia, una triste mirada humilde y magnética, por lo<br />

menos así lo creía, como para atraer el queso o la tajada que veía sobre la tabla de<br />

la alacena.<br />

Electricidad magnética que rara vez producía buen resultado, pero que lo tenía en<br />

alguna ocasión.<br />

Pero hoy Pitou era ya un hombre, y obraba de distinto modo; así es que abrió<br />

tranquilamente la alacena, sacó de su bolsillo la navaja, cogió el pan, y cortó<br />

angularmente un pedazo que podía pesar un kilogramo, bien como se dice<br />

elegantemente desde la adopción de nuevas medidas. Después volvió a dejar el<br />

pan en la alacena, y, hecho esto, sin perder nada de su calma, abrió la despensa.<br />

Por un momento, Pitou creyó oír refunfuñar a su tía Angélica; pero la puerta de<br />

la despensa rechinaba, y este ruido, que tenía toda la fuerza de la realidad, ahogó<br />

el otro, que tan sólo tenía la influencia de la imaginación.<br />

Cuando Pitou formaba parte de la casa, la avara tía se limitaba a las provisiones<br />

ordinarias de puro alimento, como el queso de Marolles o la tenue tajada de<br />

tocino rodeada de las verdosas hojas de una enorme col; pero desde que el

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