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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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IX<br />

CAMINO DE PARÍS<br />

Volvamos a Pitou.<br />

A Pitou le impulsaban hacia adelante los dos estímulos más grandes de este<br />

mundo: el miedo y el amor. El miedo le había dicho directamente: —¡Te pueden<br />

detener y apalearte: cuida de ti, Pitou!<br />

Y esto bastaba para que corriese como un gamo. El amor le había dicho por la<br />

voz de Catalina: —¡Salvaos pronto, querido Pitou!<br />

Y Pitou lo hizo así.<br />

Los dos estimulantes, como hemos dicho, hicieron que Pitou volase más bien que<br />

corriese.<br />

Decididamente, Dios es grande; Dios es infalible.<br />

¡Qué útiles eran ahora en el campo para Pitou sus largas piernas, que le parecían<br />

nudosas, y sus enormes rodillas, tan feas en un baile, ahora que tenía el corazón<br />

dilatado por el temor y con tres latidos por segundo!<br />

Seguramente el señor de Charny, con sus piececitos, sus finas rodillas y sus<br />

muslos simétricos, no hubiera podido correr así.<br />

Pitou recordó aquella graciosa fábula del ciervo que se lamenta de sus delgadas<br />

piernas al mirarse en una fuente; y, aunque no tuviese en la cabeza el adorno en<br />

que el cuadrúpedo veía una compensación de aquéllas, se arrepintió de haber<br />

despreciado sus zancas.<br />

Así llamaba la madre Billot a las piernas de Pitou cuando éste se las miraba<br />

delante de un espejo.<br />

Así, pues, Pitou corría siempre por el bosque, dejando a Cayolles a la derecha, y<br />

a Yvors a la izquierda, volviéndose a cada momento para ver, o más bien para<br />

escuchar, pues hacía ya largo rato que no veía nada, sin duda a causa de haber<br />

quedado muy atrás sus perseguidores, gracias a la velocidad de que Pitou<br />

acababa de dar tan brillante prueba, interponiendo primero una distancia de mil<br />

pasos entre ellos y él, y aumentándola luego a cada instante.<br />

¡Por qué se habría casado Atalante! Si Pitou hubiera concurrido, para triunfar<br />

sobre Hipomene no habría necesitado servirse, como él, del subterfugio de las<br />

tres manzanas de oro.<br />

Cierto es, como ya hemos dicho, que los agentes del hombre negro, muy<br />

contentos de haber obtenido el botín, no se cuidaban ya de Pitou en lo más<br />

mínimo; pero éste no lo sabía.<br />

Dejando de verse perseguido por la realidad, seguía estándolo por su sombra.<br />

En cuanto a los hombres del agente, tenían esa confianza que hace a todos<br />

perezosos.<br />

—¡Corre, corre —decían, introduciendo las manos en sus bolsillos, para hacer<br />

sonar las monedas que acababa de darles Paso de Lobo—, corre, buen hombre,<br />

que siempre te encontraremos cuando queramos!<br />

Lo cual, dicho sea de paso, lejos de ser una fanfarronada, era la pura verdad.

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