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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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ser un padre ¿Qué necesitan los revolucionarios? Un puñal: yo no me siento con<br />

fuerza para herir.<br />

—¡No os sentís con fuerza para herir! —exclamó la reina—. ¿No la tenéis para<br />

castigar a los que os arrebatan los bienes de vuestros hijos y quieren romper<br />

sobre vuestra frente, uno tras otro, todos los florones de la corona de Francia?<br />

—¿Qué podría contestaros? —replicó Luis XVI con calma—. Si digo que no,<br />

suscitaré de nuevo en vuestra alma las tempestades que acibaran mi vida. Vos<br />

sabéis odiar. ¡Oh! Tanto mejor para vos. Hasta sabéis ser injusta, y no os censuro<br />

por ello, porque es una gran cualidad en los dominadores.<br />

—¿Os parezco acaso injusta respecto a la revolución? Decid.<br />

—A fe mía que sí.<br />

—¡Decís que sí, señor!<br />

—Si fuerais simple ciudadana, querida Antonieta, no hablaríais como lo hacéis.<br />

—Pero no lo soy.<br />

—He aquí por qué os dispenso; pero esto no quiere decir que os apruebe. No,<br />

señora, no: debéis resignaros. Hemos ocupado el trono de Francia en un<br />

momento de tormenta, y nos faltaría fuerza para empujar hacia adelante ese carro<br />

armado de hoces que llaman la revolución; pero esa fuerza nos falta.<br />

—¡Tanto peor —exclamó María Antonieta—, porque pesará sobre nuestros<br />

hijos!<br />

—¡Ay de mí! Ya lo sé; pero, en fin, no le empujaremos.<br />

—Se le hará retroceder, señor.<br />

—¡Oh! —exclamó Gilberto, con acento profundo—. Tened cuidado, señora,<br />

porque al retroceder os aplastaría.<br />

—Caballero —dijo la reina con impaciencia—, observo que os permitís mucha<br />

franqueza con vuestros consejos.<br />

—Me callaré, señora.<br />

—¡Oh Dios mío! —replicó el rey—. Dejadle decir. Si no ha leído cuanto os dice<br />

en veinte diarios que lo repiten hace ocho días, es porque no ha querido leerlo; y<br />

debéis agradecerle, cuando menos, que no mezcle la amargura con la verdad de<br />

su palabra.<br />

María Antonieta guardó silencio, y después, exhalando un doloroso suspiro, dijo:<br />

—En resumen, repetiré que ir a París por vuestra propia voluntad es sancionar<br />

cuanto se ha hecho.<br />

—Sí —dijo el rey—, bien lo sé.<br />

—Es humillar a vuestro ejército cuando se disponía a defenderos, es renegar de<br />

él.<br />

—Es evitar el derramamiento de sangre francesa —repaso el doctor.<br />

—Es declarar para lo futuro —dijo la reina—, que el motín y la violencia podrían<br />

imprimir a las voluntades del rey la dirección que convenga a los revoltosos y a<br />

los traidores.<br />

—Señora, creo que habéis tenido la bondad de confesar hace poco que os dabais<br />

por convencida.<br />

—Sí, hace un instante, lo confieso, se levantó ante mí una punta del velo; pero<br />

ahora, ¡oh doctor!, ahora vuelvo a ser ciega, como vos decís, y prefiero ver en mi<br />

interior los esplendores a que me acostumbraron mi educación, la tradición y la

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