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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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—Traducid la frase en latín, y veréis qué enorme solecismo os dará el verbo<br />

puesto en imperfecto.<br />

—¡Pitou, Pitou! —exclamó el abate creyendo entrever algo de sobrenatural en<br />

semejante erudición. ¿Quién es el demonio que te inspira todos esos ataques<br />

contra un anciano y contra la Iglesia?<br />

—Pero señor abate —replicó Pitou, algo conmovido del acento de verdadera<br />

desesperación con que se habían pronunciado estas palabras—, advertid que no<br />

es el demonio quien me inspira, y que yo no os ataco; pero me tratáis siempre<br />

cómo a un estúpido, olvidando que todos los hombres son iguales.<br />

El abate se irritó de nuevo.<br />

—¡No toleraré nunca —dijo— que se profieran delante de mí semejantes<br />

blasfemias! ¡Tú, tú igual a un hombre que Dios y el trabajo, han necesitado<br />

sesenta años para formar! ¡Jamás, jamás!<br />

—¡Pardiez! Preguntádselo al señor de Lafayette, que ha proclamado los derechos<br />

del hombre.<br />

—¡Sí: cita como autoridad a ese mal súbdito del rey, a la tea de todas las<br />

discordias, al traidor!<br />

—¡Oh! —exclamó Pitou, escandalizado—. ¡El señor de Lafayette mal súbdito<br />

del rey! ¡El señor de Lafayette tea de la discordia y traidor! ¡Vos sois quien<br />

blasfema, señor abate! ¿Habéis vivido en una caja desde hace tres meses?<br />

¿Ignoráis que ese mal súbdito del rey es el único que le sirve, y que esa tea de<br />

discordia es la prenda de la paz pública? ¿No sabéis que ese traidor es el mejor<br />

de los franceses?<br />

—¡Oh! —exclamó el abate—.¡Jamás hubiera creído yo que la autoridad real<br />

descendiese hasta el punto de que un trasto de esta especie (y señalaba a Pitou)<br />

invocara el nombre de Lafayette, como en otro tiempo se invocaba el de<br />

Arístides o de Focion!<br />

—No es poca fortuna que el pueblo no os oiga, señor abate —dijo<br />

imprudentemente Pitou.<br />

—¡Ah! —exclamó el abate, triunfante—. He aquí que, al fin, te descubres y<br />

amenazas. ¡El pueblo, sí, el pueblo! ¡Aquel que asesinó cobardemente a los<br />

oficiales del rey! ¡Aquel que registró en las entrañas de sus víctimas! Sí, el<br />

pueblo del señor de Lafayette; el pueblo del señor Bailly; el pueblo del señor<br />

Pitou. Pues bien: ¿por qué no me denuncias ahora mismo a los revolucionarios de<br />

Villers-Cotterets? ¿Por qué no me arrastras por el Pleux? ¿Por qué no te<br />

remangas para colgarme del reverbero? ¡Vamos, Pitou: macte animo, Pitou!<br />

¡Sursum, sursum, Pitou! Vamos, vamos: ¿dónde está la cuerda? ¿Dónde la<br />

horca? Ya tenemos aquí al verdugo: Macte animo, generóse Pitoue.<br />

—Sic itur ad astra! —continuó Pitou entre dientes, con la simple intención de<br />

terminar el verso, y sin echar de ver que acababa de pronunciar un equívoco<br />

sangriento.<br />

Pero forzoso le fue notarlo por la exasperación del abate.<br />

—¡Ah, ah! —vociferó este último—. ¡Lo tomas así! ¡Ah! Conque ¿así es como<br />

iré a los astros? ¡Ah! Conque ¿me destinas a la horca?<br />

—Pero yo no he dicho eso —exclamó Pitou, comenzando a temer por el giro que<br />

tomaba la discusión.

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