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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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historia; prefiero verme siempre reina más bien que reconocerme mala madre<br />

para ese pueblo que me injuria y que me odia.<br />

—¡Antonieta, Antonieta! —exclamó Luis XVI, atemorizado al ver la súbita<br />

palidez que acababa de cubrir las mejillas de la reina y que no era sino el<br />

presagio de un violento acceso de cólera.<br />

—¡Ah! No, señor, no: quiero hablar —contestó la reina.<br />

—¡Cuidado, señora!<br />

Y, con una ligera señal, el rey mostraba el doctor a María Antonieta.<br />

—¡Oh! —exclamó la reina—. El señor sabe todo cuanto voy a decir... sabe sabe<br />

hasta lo que pienso —añadió, recordando con amargura la escena entre ella y<br />

Gilberto—, y, por lo tanto, no sé por qué había de contenerme. Este caballero,<br />

por otra parte, es el elegido por nosotros para confidente, e ignoro por qué<br />

debería temer cosa alguna. Yo sé que os llevan, señor; yo sé que os impelen,<br />

semejante al desgraciado príncipe de mis queridas baladas alemanas... ¿Dónde<br />

vais?... ¡Lo ignoro; pero vais, vais a un sitio de donde no volveréis jamás!<br />

—¡Oh señora! No: yo voy buenamente a París —contestó Luis XVI.<br />

María Antonieta se encogió de hombros.<br />

—¿Creéis que estoy loca? —preguntó con voz sorda e irritada—. Vais a París:<br />

está bien; pero ¿quién os dice que París no es ese abismo que yo no veo, aunque<br />

lo adivino? ¿Por qué en el tumulto que se producirá necesariamente en torno<br />

vuestro no habrían de mataros? ¿Quién sabe de dónde viene la bala perdida?<br />

¿Quién sabe, entre mil puños amenazadores, cuál está armado de un cuchillo?<br />

—¡Oh! Por esa parte, señora —exclamó el rey—, no temáis cosa alguna, porque<br />

me aman.<br />

—¡Oh! No digáis eso, porque me inspiráis lástima, señor. ¡Os aman, y matan y<br />

asesinan a los que os representan en la tierra; a vos, un rey, la imagen de Dios!<br />

¡Pues bien: el gobernador de la Bastilla era vuestro representante, era la imagen<br />

del rey! Creedlo bien: yo no exagero las cosas: si han matado a de Launay, ese<br />

valeroso y fiel servidor, lo mismo hubiera hecho con voz si hubieseis estado en<br />

su lugar, y esto mucho más fácilmente, porque os conocen y saben que, en vez de<br />

defenderos, hubierais presentado el pecho.<br />

—Continuad —dijo el rey.<br />

—Me parece haber concluido, señor.<br />

—¿Me matarán?<br />

—Sí.<br />

—Y bien...<br />

—¡Y mis hijos! —exclamó la reina.<br />

Gilberto pensó que ya era tiempo de intervenir.<br />

—Señora —dijo—, el rey será tan locamente respetado en París, y su presencia<br />

dará origen a tales transportes, que, si algún temor tengo, no es por el rey, sino<br />

por los fanáticos capaces de dejarse aplastar bajo los pies de sus caballos como<br />

los faquires indos bajo las ruedas del carro de su ídolo.<br />

—¡Oh caballero, caballero! —exclamó María Antonieta.<br />

—Esa marcha a París será un triunfo, señora.<br />

—Pero, señor, vos no contestáis.<br />

—Es porque participo un poco de la opinión del doctor.

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