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Estas noticias extrañas era como si abriesen un vacío ante mí.<br />
Al principio me aferraba a la existencia de un error; dos rostros<br />
pueden parecerse mucho; lo de los nombres podía ser una coincidencia<br />
—sus apellidos son muy comunes—. Pero lentamente empezó<br />
a abrirse paso la evidencia de algo monstruoso que<br />
derrumbaba las bases mismas de mi existencia. Seguía repitiendo:<br />
“no puede ser”, “no puede ser”, pero mi pensamiento empezaba a<br />
esbozar una pregunta urgente y afilada como un cuchillo: “¿por<br />
qué?”.<br />
Sebas estaba también afectado por el golpe que involuntariamente<br />
y con la mejor intención del mundo acababa de darme.<br />
—Mira, Sebas, yo lo soporto todo menos la incertidumbre.<br />
Tienes que darme la dirección de tu amigo. Yo me voy a M. ahora<br />
mismo. Necesito saberlo todo.<br />
—Espera, podemos hablar con él por teléfono. Vamos a mi<br />
casa.<br />
Recuerdo que apenas hablamos por el camino. Mientras caminábamos<br />
de prisa por el paseo de la playa, las mismas olas que<br />
hacía un momento eran el hermoso decorado de una charla distendida<br />
entre amigos, se habían convertido en algo ominoso; su ritmo<br />
incansable repetía machaconamente una palabra que me golpeaba<br />
como un martillo: “mentira”, “mentira”…<br />
El amigo de Sebas se ofreció amablemente a verme y contarme<br />
todo lo que sabía, pero la información más importante nos<br />
la dio ya por teléfono. Había una persona, una tal Silvia, que era<br />
amiga de la infancia de Sofía, y que parece ser que aún seguía teniendo<br />
relaciones con ella. Nos dijo que era una buena chica maltratada<br />
por la vida. Trabajaba en un puticlub de las afueras de M.<br />
De camino a M., volando por la autopista, no pensaba, sólo<br />
ansiaba saber la verdad de todo aquel lío. Al verlo en peligro,<br />
comprendía por primera vez el valor de lo que Sofía había traído a<br />
mi vida. La vida y la muerte estaban en el fiel de la balanza.<br />
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