Officium Veneris - Telecable

Al fin, quedamos rendidos uno en brazos del otro con las piernas
enlazadas. Estaba deprimido. Sentía que no había sabido hacerla
gozar, y se lo insinué.
—Pero tú eres tonto, ¿crees de verdad que no he disfrutado?
—(Nuestros rostros estaban muy juntos y yo jugaba con su
pelo). No sé; me temo que no has tenido ni siquiera un orgasmo.
—Acabáramos. Pues tú tampoco has tenido ninguno.
—Ya pero yo es distinto. Yo el sexo me lo monto así sin correrme.
—¡Ay, qué poco sabes de mujeres!
—(Dejé de acariciar su nuca, y mi mano descendió a otro lugar
menos santo de su parte posterior). Pues yo creía que sabía
mucho.
—A mí el orgasmo me baja la libido. Como mucho, uno y al
final.
—Pero si te lo hacen bien, seguro que te corres primero.
—Con la penetración nunca.
Con aquella confesión, mi ego se recuperó un poco, y sentí
que el mustio pajaruelo se alegraba de nuevo, como con unas ganas
locas de echar a volar. La besé, y nuestras lenguas siguieron la
conversación por su cuenta… Pero estaba intrigado, y mi cerebro
estropeó el húmedo baile nupcial de las culebrillas coloradas.
—¿Y nunca has tenido un orgasmo vaginal?
—¡Joder, qué pesado! Hubo una vez que no sé si tuve uno,
pero había bebido mucho y no me acuerdo bien.
Seguíamos enlazados. Me sentía feliz; pensaba que Rosa es la
primera mujer que encuentro con una sexualidad parecida a la mía
y se lo conté. También le conté cómo hace bastantes años, cuando
ella era para mí sólo la chica del quinto con la que subía a veces en
el ascensor, yo lanzaba salvas en su honor todas las noches, y algunas
madrugadas. “¡Ay, Rosita, quién me iba a decir a mí que los
cansados proyectiles al final iban a acabar dando en el blanco?”.
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