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Las metamorfosis (Versión para imprimir)

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<strong>Las</strong> <strong>metamorfosis</strong> (<strong>Versión</strong> <strong>para</strong> <strong>imprimir</strong>) 49<br />

los traba en un nudo, aunque los había ella sueltos. 170<br />

Recogen licor Néfele y Híale y Ránide,<br />

y Psécade, y Fíale, y lo vierten en sus capaces urnas.<br />

Y mientras allí se lava la Titania en su acostumbrada linfa,<br />

he aquí que el nieto de Cadmo, diferida parte de sus labores,<br />

por un bosque desconocido con no certeros pasos errante, 175<br />

llega a esa floresta: así a él sus hados lo llevaban.<br />

El cual, una vez entró, rorantes de sus manantiales, en esas cavernas,<br />

como ellas estaban, desnudas sus pechos las ninfas se golpearon<br />

al verle un hombre, y con súbitos aullidos todo<br />

llenaron el bosque, y a su alrededor derramadas a Diana 180<br />

con los cuerpos cubrieron suyos; aun así, más alta que ellas<br />

la propia diosa es, y hasta el cuello sobresale a todas.<br />

El color que, teñidas del contrario sol por el golpe,<br />

el de las nubes ser suele, o de la purpúrea aurora,<br />

tal fue en el rostro, vista sin vestido, de Diana. 185<br />

La cual, aunque de las compañeras por la multitud rodeada suyas,<br />

a un lado oblicuo aun así se estuvo y su cara atrás<br />

dobló y, aunque quisiera prontas haber tenido sus saetas,<br />

las que tuvo, así cogió aguas y el rostro viril<br />

regó con ellas, y asperjando sus cabellos con vengadoras ondas, 190<br />

añadió estas, del desastre futuro prenunciadoras, palabras:<br />

«Ahora <strong>para</strong> ti, que me has visto dejado mi atuendo, que narres<br />

-si pudieras narrar- lícito es». Y sin más amenazar,<br />

da a su asperjada cabeza del vivaz ciervo los cuernos,<br />

da espacio a su cuello y lo alto aguza de sus orejas, 195<br />

y con pies sus manos, con largas patas muta<br />

sus brazos, y vela de maculado vellón su cuerpo;<br />

añadido también el pavor le fue. Huye de Autónoe el héroe,<br />

y de sí, tan raudo, en la carrera se sorprende misma.<br />

Pero cuando sus rasgos y sus cuernos vio en la onda: 200<br />

«Triste de mí», a decir iba: voz ninguna le siguió.<br />

Gimió hondo: su voz aquélla fue, y lágrimas por una cara<br />

no suya fluyeron; su mente solamente prístina permaneció.<br />

¿Qué haría? ¿Volvería, pues, a su casa y a sus reales techos,<br />

o se escondería en los bosques? El temor esto, el pudor le impide aquello. 205<br />

Mientras duda, lo vieron los canes, y el primero Melampo<br />

e Icnóbates el sagaz con su ladrido señales dieron:<br />

gnosio Icnóbates, de la espartana gente Melampo.

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