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El código Da Vinci - Colonial Tour and Travel

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<strong>Da</strong>n Brown <strong>El</strong> <strong>código</strong> <strong>Da</strong> <strong>Vinci</strong><br />

el Papa declaraba que su misión consistía en «rejuvenecer la doctrina<br />

vaticana y llevar al catolicismo al tercer milenio».<br />

Pero Aringarosa se temía que, en realidad, eso significara que era lo<br />

bastante presuntuoso como para creer que podía reescribir las leyes de Dios<br />

y recuperar los corazones de todos los que creían que, en el mundo actual, el<br />

verdadero catolicismo no tenía sentido.<br />

Aringarosa había recurrido a todas sus influencias políticas —que no<br />

eran pocas, teniendo en cuenta el peso del Opus Dei y su patrimonio— para<br />

persuadir al Papa y a sus consejeros de que la flexibilidad de las leyes de la<br />

Iglesia no sólo era cobarde e impía, sino que representaba un suicidio<br />

político. Le había recordado que el anterior intento —el fiasco del Concilio<br />

Vaticano II, había dejado tras de sí un legado devastador: la asistencia de los<br />

feligreses a los actos religiosos era más baja que nunca, las donaciones<br />

escaseaban y no había ni siquiera el número suficiente de sacerdotes para<br />

cubrir todas las parroquias.<br />

«¡La gente necesita que la Iglesia les aporte estructura y orden —insistía<br />

Aringarosa—, y no palmaditas en la espalda e indulgencia!»<br />

Aquella noche, hacía meses, mientras se alejaba del aeropuerto,<br />

Aringarosa había constatado con sorpresa que no estaban conduciéndole en<br />

dirección a la Ciudad del Vaticano, sino hacia el este, por una carretera<br />

sinuosa.<br />

—¿Dónde vamos? —le preguntó al chófer.<br />

—Al lago Albano —respondió—. La reunión es en Castel G<strong>and</strong>olfo.<br />

«¿En la residencia de verano del Papa?» Aringarosa nunca había estado<br />

ahí, ni lo había deseado. Además de ser la casa donde el Papa pasaba sus<br />

vacaciones estivales, la ciudadela del siglo XVI albergaba la Specula<br />

Vaticana —el observatorio astronómico papal—, uno de los más avanzados<br />

de Europa. Aringarosa nunca se había sentido muy cómodo con el interés<br />

del Vaticano por la ciencia. ¿Qué sentido tenía unir ciencia y fe? La<br />

objetividad de la ciencia estaba reñida con la fe en Dios. Y, además, la fe no<br />

tenía ninguna necesidad de confirmar físicamente sus creencias.<br />

«Y sin embargo, ahí está», pensó al ver aparecer el perfil de Castel<br />

G<strong>and</strong>olfo. Desde la carretera, parecía un enorme monstruo a punto de dar<br />

un paso mortal. Colgado en lo alto de un risco, el castillo se elevaba sobre la<br />

cuna de la civilización italiana; el valle en el que los clanes de los curiacios y<br />

los horacios se habían enfrentado mucho antes de la fundación de Roma.<br />

Incluso desde lejos, la visión del castillo impresionaba. Se trataba de<br />

una notable muestra de arquitectura defensiva en estratos que hablaba de la<br />

importancia de su estratégica y espectacular ubicación. Pero Aringarosa se<br />

lamentaba de que el Vaticano hubiera destrozado aquel edificio con la<br />

construcción, sobre los tejados, de dos enormes cúpulas de aluminio para<br />

albergar los telescopios, que hacían que aquella noble edificación se<br />

pareciera más bien a un valiente guerrero con dos sombreros de payaso en<br />

la cabeza.<br />

Cu<strong>and</strong>o se bajó del coche, un joven jesuíta salió al momento a recibirlo.<br />

—Bienvenido, obispo. Soy el padre Mangano. Astrónomo.<br />

«Pues mejor para usted». Emitió un gruñido a modo de saludo y siguió<br />

al jesuíta hasta el vestíbulo del castillo: un gran espacio abierto con una<br />

poco inspirada decoración mezcla de estilo renacentista e imágenes<br />

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